NUESTROS GUERREROS IV - Notas & Historias del Caribe

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jueves, 25 de junio de 2020

NUESTROS GUERREROS IV



¡La muerte huele a podrido, sabe a sangre y, hace más daño a quienes sobreviven a ella!

 

Relato de un militar sobreviviente a dos masacres de la Farc. Describe la matanza en la que fueron asesinados militares y líderes políticos en Antioquia

 

Por William Ahumada Maury

Fotos archivos personales

 

Quizá los pisa suave ya tenían rodeadas las garitas de vigilancia de la estación de comunicaciones del puesto de la Armada Nacional en  Juradó (chocó) cuando el coronel Leopoldo Jiménez López se negó a atender –por segunda vez en tres horas- el angustioso llamado que por radio hacía el teniente Alejandro Ledesma Ortiz.

 

Llovía a cántaros sobre todo el norte del departamento del Chocó, muy cerca de los límites con Panamá. Todos en Juradó habían sido advertidos –por correo de voces- que la guerrilla ya tenía rodeado el pueblo, y por eso, poco antes de la medianoche, los lugareños comenzaron a abandonar sus casas, como hordas tristes de hombres, mujeres y niños, que arrastraban su angustia bajo la lluvia fría y sobrecogedora de ese 11 de diciembre de 1999.

 

Cuentan los sobrevivientes, que los relámpagos en la noche dejaban ver por microsegundos los retratos en negativo de los “pisa suave” deslizándose silenciosos, como fantasmas por entre el bosque,   buscando lo más alto de la loma, rumbo a la estación de comunicaciones. Iban descalzos, sin camisa, con el cuerpo pintado de negro y armados con machetes, para ejecutar la matanza sin hacer ruidos así y evitar las balaceras que alertaran al batallón.

 

Lo que quería pedir el teniente Alejandro Ledesma con las llamadas al coronel Jiménez era apoyo aéreo y desembarco de tropa por el mar, para equilibrar el combate que se les venía encima. Pero no fue escuchado. Pese a su insistencia al llamar, no fue escuchado.

 

Desde las garitas de vigilancia, Infantes de Marina con rostros infantiles y crepitando por el frío, veían con tristeza a sus vecinos desfilar silenciosos bajo la lluvia, cargando las pertenencias que alcanzaron a tomar. Dejaron a sus custodios - de uniformes de campaña - a expensas de un monstruo de seiscientas cabezas que avanzaba por las calles oscuras y anegadas, chapoteando el agua con sus botas de caucho. Se tomaron a hurtadillas las esquinas, ocupaban puestos estratégicos en los montes cercanos, mientras el comando de los pisa suave, atacaba con machetes a los centinelas de la estación de radio, construida a 300 metros de los alojamientos, dentro del puesto militar. Por el norte, la guerrilla se concentró en volver polvo el puesto naval con pipetas de gas cargadas con explosivos que caían una tras otra. Por el sur otro comando se concentró en destruir el puesto de Policía en el que había 18 uniformados dispuestos a pelear por sus vidas.

 

La actitud del comandante del Batallón de Fusileros de la Armada en el Chocó –directo comandante de la base de Juradó- tenía confundidos a los dos oficiales, once suboficiales y 123 Infantes de Marina del puesto de fusileros número 6 de Juradó.

 

A través de quien parecía su asistente, el coronel Leopoldo Jiménez López –desde la comodidad de su espaciosa oficina en bahía Solano- envió unas desalentadoras preguntas al teniente Ledesma:

 

“Mi coronel está muy ocupado no lo puede atender, pero pide que pregunten a mi teniente Ledesma: ¿cuántos guerrilleros son?, ¿Cómo se movilizan?, ¿Qué comen esos sujetos?, ¿Qué puede hacer mi coronel?, ¿Qué si tienen mucho miedo o qué?”

 

Las preguntas que envió el coronel Jiménez al comandante de la estación naval en Juradó estallaron en los alojamientos de los infantes con mucho más ruido que producían las centellas,  allá afuera, esa noche de lluvias. 

 

Después de las instrucciones del joven teniente Ledesma, los infantes se unieron en oración, encomendándose al Señor, y se ubicaron en sus puestos de defensa. Esperaron en silencio a que la violencia mostrara una vez más su rostro cruel y pestilente. En las garitas las gotas de lluvia se estrellaban contra los cascos de seguridad de los infantes y se vaporizaban en minúsculas perlas que acariciaban sus rostros.

 

Faltaban unos segundos para la medianoche cuando la muerte se anunció con una poderosa explosión y opacó el bramido del cielo sobre el batallón de fusileros. Una pipeta repleta de explosivos cruzó el cielo oscuro en medio de un silbido agudo y prolongado. Estalló cerca a la plaza de armas. La explosión sacudió al batallón y levantó una estela pesada de barro y agua estancada que cubrió a todos los infantes apretujados dentro de los puestos de defensa. Y comenzó un combate anunciado con meses de anticipación y, que se extendió por 18 horas y media.

 

Los comandos pisa suave ya habían decapitado a cuatro infantes vigías de las garitas en comunicaciones, pero el suboficial al mando   los descubrió y abrió fuego, dando de baja a dos de ellos. La resistencia en la garita se alertó y entró en defensa del predio. Eso aceleró la toma de más de 600 guerrilleros al Batallón de Infantería de Marina de Juradó.

 

Simultáneamente otro grupo de guerrilleros atacaba el puesto de Policía del pueblo, donde 18 uniformados comenzaron a defenderse de las pipetas repletas con explosivos, roques artesanales y disparos de ametralladoras entre la frágil resistencia de una casa con techo zinc.

 

Los infantes peleaban como fieras contra un enemigo al que no veían, pero si escuchaban ahí cerca. El tiroteo era intenso.

 

Pero la guerrilla no había llegado a entablar una balacera interminable con los infantes de Marina. Los cilindros bomba caían, de a dos y de a tres, en diferentes puntos del batallón. Estallaban y hacían temblar la tierra, destruían los muros, destrozaban los puestos de vigía con los centinelas adentro. Minaban con violencia indescriptible la resistencia de los hombres de la Armada. ¡Pero ninguno dijo miedo!

 


El cabo José Gregorio Peña Guarnizo, regordete, juguetón, mostró su casta de guerrero en ese combate. Cubierto de barro hasta los oídos disparaba desde las ruinas de una garita cuando recibió una lluvia de balas de fusil desde la misma estación de comunicaciones del batallón. Entonces entendió que ya los guerrilleros se habían tomado ese punto estratégicamente valioso y con eso, cerraron la posibilidad de seguir clamando ayuda por radio. Se arrastró entre las ruinas y se apostó al lado del teniente Ledesma, quien había estado utilizando su radio portátil hasta lograr contacto con el comandante de la Patrullera de Mar “José María Palas”.

 

Desde esta unidad táctica enviaron una lancha rápida con diez infantes y una ametralladora .50  que llegó por las playas y enfrentó a un reducto guerrillero que custodiaba esa entrada. Pero poco se pudo hacer para apoyar a los hombres que peleaban dentro del batallón. Este comando y su lancha intentaron cubrir al teniente Alejandro Ledesma. Hicieron lo imposible para desembarcar y se les partió el alma escuchar al bravo teniente Ledesma gritar motivando a sus hombres desde su trinchera.

 

-Mi teniente nunca cesó de gritar…de motivarnos. Nos estimulaba, disparaba, corría. Su voz ronca casi no se escuchaba entre las explosiones y los truenos de la lluvia, pero peleó hasta el último momento- comentó luego el cabo Ageron Viellard Hernández, sobreviviente de esa masacre.

  

El llanto del cielo no cesó. Amaneció  y el combate aún era feroz. Llegó el mediodía y seguían peleando con los dientes. Entró la tarde y comenzó otra noche, la lluvia amainó, pero  los combates continuaban. El apoyo que imploró el teniente Alejandro Ledesma Ortiz, nunca llegó. Dieciocho horas después los infantes se fueron quedando poco a poco sin municiones. Los subversivos habían pulverizado las fortalezas del batallón con las pipetas explosivas y los guerrilleros comenzaron a entrar saltando por sobre los escombros. Pedían con megáfonos que se entregaran los sobrevivientes.

 

El cabo Agenor Viellard Hernández, un hombre musculoso, con cara de actor de películas policíacas, a quien todos conocían por su permanente preocupación por mantener seguro el batallón, estaba agotado,  lleno de barro. Tenía solo dos balas en su fusil y observó desde su trinchera a un guerrillero rematar a un infante herido.

 

-Me levanté y di de baja al guerrillero, pero otro me disparó al pechó y caí de espaldas. Los hombres que estaban conmigo en esa trinchera se desanimaron y los escuché llorar, pero me levanté. Las heridas no fueron graves, pues las dos balas que recibí rebotaron en los pertrechos y se desviaron rasgando sólo músculos del pecho. ¡Lo que venía era hacernos matar! Todos acordamos  entregarnos, pero no decir una palabra sobre nuestros cargos, para evitar que nos fusilaran. Era candidato a ser rematado pero mi teniente Alejandro Ledesma Ortiz salió de su trinchera con el fusil en alto y ofreció entregarse, para que dejaran libres a todos los infantes y suboficiales. Detrás del teniente, todos decidieron salir con las manos en alto. Fuimos tendidos boca abajo y despojados de las armas y los pertrechos de guerra- recuerda Viellard.

 

La tarde se convertía rápidamente en noche cuando los infantes enfrentaban su nueva realidad. Tenían sus rostros contra la tierra anegada, frente al patio de armas. Los confundía ese olor penetrante de pólvora quemada, sangre coagulada y humedad. Los guerrilleros se tomaron su tiempo y alinearon a los infantes navales en filas. Por un lado los heridos –había 33, muchos de ellos graves-  y por otro, los ilesos. Los guerrilleros condujeron en fila a los sobrevivientes hasta una placita aledaña a la alcaldía y entregaron al sacerdote Bernardo Antonio Niño a los 75 infantes ilesos. Entre las ruinas del batallón de fusileros número 6 quedaron los cadáveres destrozados de 24 infantes de marina.

 

Agenor Viellard Hernández aun es presa indefensa de los recuerdos de ese horrendo combate.  

 

-Un guerrillero me mira con curiosidad. Intrigado por mi nombre… pregunta si soy “gringo”. Revisa unos documentos con insistencia y pregunta ¿usted puede caminar? Le confirmo y me aísla con mi teniente Alejandro Ledesma Ortiz y mi cabo Peña Guarnizo. “Ustedes se vienen con nosotros”, dispuso.

 

Y comenzó otro calvario.

 

Los infantes secuestrados fueron conducidos selva adentro en caminatas de hasta dieciocho horas. Por espacio de seis días, los guerrilleros y los secuestrados caminaron a paso acelerado –hasta quedar exhaustos en medio de esa enorme olla de presión que es la selva-  atravesaron ríos, subieron montañas y vadearon pantanos    sorteando los sobrevuelos de los helicópteros del Ejército.

 

-Hubo dos oportunidades en que podíamos ver los helicópteros cerca, pero nos mantenían rodeados y quietos debajo de los enormes árboles de la selva, hasta que la búsqueda cesó- relata Viellard.

 


-Nos daban la comida, galletas con agua de panela, bolsas con arroz y lentejas. Nosotros los primeros días no comíamos eso. Pero llegamos a una aldea indígena conocida como “Guayabal” en donde mejoró el alimento. Allí nos confirmaron que éramos prisioneros con intención de canje del frente 57 de las Farc, del bloque José María Córdoba y que –más adelante- íbamos a tener la visita de Iván Márquez, quien había comandado la sangrienta toma – precisa.

 

La selva, con su humedad salvaje, el asedio de insectos transmisores de enfermedades tropicales –con fiebres que producían delirio - el ataque de serpientes venenosas, el abrazo de plantas que te cubren de pelusas urticantes, el trato áspero de los guerrilleros, la comida de pésima calidad y las intensas jornadas de caminatas comenzaron a diezmar la fuerza de los secuestrados. Dos semanas después de la toma llegó a uno de los campamentos en que descansábamos Iván Márquez. Nos  dijo que las vidas de todos los secuestrados serían respetadas, y confirmó que los tres militares de la Armada eran parte de “los canjeables por guerrilleros capturados por el Estado”.

 

Permanecían en un sitio máximo tres días y luego regresaban las  caminatas extenuantes. De cuando en cuando se detenían en una quebrada y ordenaban baño para los guerrilleros y los secuestrados. Viellard dice que nunca abandonó la idea de escapar, pero la seguridad de los guerrilleros era extrema. Precisa que cada comisión de vigilancia que imponían sobre ellos, tenía su propia forma de mantener la disciplina y era difícil ejecutar un plan de fuga, pero la idea estaba latente siempre.

 

-Perdí la cuenta de cuántos días llevábamos caminando porque tuve fiebre mucho tiempo y el calor licúa tu cuerpo y te hace delirar. Sufrí tres veces de Leishmaniosis una enfermedad trasmitida por insectos que te pudren los músculos en vida. La tercera vez me salió una llaga en la frente que ya estaba mostrando el hueso y se extendía hacia los ojos. Y lo peor los guerrilleros no tenían droga. Los guerrilleros me habían advertido que la cura obligada era “para machos”.  Matan la infección con un cuchillo calentado al rojo vivo que te meten en la llaga hasta hacer hervir la sangre. Sin anestesia. Luego cubren la herida con panela fundida en una cuchara expuesta a la llama de una vela. Es un ardor tan fuerte que me desmayé dos veces. Me debí someter tres veces a este tipo de curas para preservar mi vida. De hecho, quienes no conocen la selva, pierden la cordura al ver a los guerrilleros gritar por el dolor,  hasta desgarrar sus gargantas, al ser sometidos a estas curas diabólicas – relata Viellard, ahora sargento mayor de la Armada.

 

Los secuestrados debieron acostumbrarse a caminar  por la selva evitando errores que pudieran despertar pesadillas de horror:

 

-Causa pánico el ataque de las hormigas Conga. Se le conoce también  como hormiga bala, porque el dolor de su picadura es equivalente al impacto de una bala. Su picadura es 30 veces más fuerte que la de una abeja africanizada. Si tocas un tronco y amenazas su hogar…te atacan y pueden llegar a causar la muerte. Me picaron muchas veces y de verdad es horroroso. Me picó una en un brazo y me puso el hombro como un balón de futbol- describió Viellard.

 

Los infantes secuestrados tenían permiso para escuchar radio dos veces por semana. A finales de abril del 2001 se enteraron que las Farc habían  secuestrado al ex gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria Correa y su asesor de Paz, Gilberto Echeverri Mejía, quienes también entraron a ser parte de los “secuestrados canjeables”.

 

Los dos patriarcas antioqueños fueron secuestrados cuando hacían parte de un programa para apoyar a los habitantes de la comunidad de Caicedo, y protestaban por el asedio de la guerrilla. El día del secuestro ellos participaban en una caminata, de decenas de ciudadanos vestidos de blanco, con miles de globos verdes. Desfilaban silenciosos por hermosos senderos rurales de ese municipio. Un comando de las Farc los espero y se los llevó con la excusa de una reunión con algunos subversivos. El secuestro fue el 21 de abril del 2001.

 

-Tres meses después llegamos a un campamento en donde tenían a los dos líderes políticos y a otros militares. Se me arremolinaron sentimientos de alegría y tristeza. Alegría porque sabía de las calidades humanas de esos dos hombres y estaba seguro que ellos contagiarían de su sabiduría a los secuestrados y los guerrilleros mismos. Y tristeza porque esos valiosos personajes debían estar sirviendo al país y no viviendo este infierno que es el secuestro – precisó el exmilitar.

 

Llegaron a un campamento inmenso, que estaba ubicado en la zona selvática de Mandé, comprensión de Urrao, Antioquia. Era vigilado por más de 200 guerrilleros fuertemente armados. Los tres hombres de la infantería de Marina, fueron presentados ante una decena de militares, también secuestrados y los líderes Gilberto Echeverri Mejía y Guillermo Gaviria Correa. Todos hacían parte de una comunidad aparte, pero dentro del campamento amplio de piso aplanado de arena rojiza y cerca de un rio de aguas trasparentes. Había una carpa central en donde los secuestrados y guerrilleros mismos recibían clases de inglés, motivación personal y gramática por parte de los políticos antioqueños.

 

Los cambuches donde dormían los secuestrados fueron construidos a un lado del aula de clases. Todos los secuestrados, incluidos Gaviria y Echeverri dormían en ese cambuche. Por las noches eran encadenados.

 

-Para nosotros fue muy provechoso reunirnos con esos líderes de la política antioqueña. Eran sabios, paternales, muy educados e inspiraban respeto entre quienes los trataban. Allí los secuestrados vivimos varios meses en relativa tranquilidad. Hacíamos ejercicio, leíamos textos que pedía el doctor Echeverri y compartimos la vida de esos caballerazos - admite Viellard.

 

El ex suboficial, hace una prolongada pausa. Clava su mirada en un punto de la nada y regresa al dialogo, como si hubiera encontrado un detalle en el baúl de su experiencia:

 


-Esa mañana de la segunda masacre de la guerrilla - mayo 5 del 2003 -  Me acababan de tratar de una llaga de Leishmaniosis, iba a una clase de inglés y pedí permiso para orinar. Estaba en esas y de repente sentí el motor de un helicóptero del Ejército ahí  mismo encima de nosotros, a no más de quince metros de altura. Tan cerca que le vi la cara con su maquillaje de guerra de  los soldados que iban en la cabina. De inmediato los guerrilleros dispararon al helicóptero y lo hicieron alejarse. Enseguida Aycardo Agudelo, alias el  “paisa”, el sujeto que estuvo por mucho tiempo al mando de nuestra seguridad, ordena que metan a los secuestrados a su cambuche. A distancia sentimos que había combates con el ejército. El helicóptero trajo tropa que descendió a unos seis kilómetros del campamento. Todavía recuerdo la orden del “paisa”. “Maten a todos esos hijueputas”. Yo me tiré al suelo, me arrastré boca abajo y traté de meter mi cuerpo debajo de un catre de madera, pero no cabía. Me quedaron las piernas afuera. Escuché al doctor Gilberto Echeverri decir a los guerrilleros: “hey muchachos no hay necesidad de esto…venga dialoguemos”, pero una ráfaga de fusil lo silenció…cayó desgonzado sobre mis piernas. Todos los secuestrados intentaron ocultarse entre los estrechos catres sembrados en el piso. Clamaban por sus vidas, pero los guerrilleros los ametrallaron sin piedad. Un guerrillero se subió al catre que me cubría…yo, desde abajo, por entre los palos del larguero, veía sus botas untadas de barro. El tipo buscó con su mirada por varios segundos y disparó contra los palos que cubrían mi escondite. Las balas rozaron mi cabeza, dejando colas de hubo y olor a pólvora. El doctor Echeverri se quejó sobre mis piernas y el tipo lo remató con tres tiros más. Una bala le atravesó la cabeza y me partió el fémur de la pierna izquierda. Apreté los dientes para no gritar. Los guerrilleros salieron del cambuche y el “paisa” los regañó. Los hizo regresar a rematar a todos. Entonces entraron y rociaron a bala todo el cambuche. Enseguida huyeron - rememora Viellard.

Agenor Viellard dice que no recuerda cuánto tiempo estuvo allí, sintiendo la sangre tibia del doctor Echeverri recorrer su cuerpo por debajo del suéter que tenía puesto. Rato después comenzó a salir arrastrándose boca abajo. Estaba adolorido por la herida en su pierna. Se quitó el cadáver del líder político de encima y vio al cabo  Peña Guarnizo entrar al cambuche. Estaba pálido.

 


-Le pedí que saliera a buscar al Ejército. Quince minutos después llegó Peña con un oficial y varios soldados. Ya los guerrilleros habían huido. Nos atendieron y confirmaron que sólo sobrevivimos tres.

 

El panorama dentro del cambuche arrugó el alma de todos. Ocho militares y los dos líderes políticos antioqueños yacían regados, confundidos entre los palos del rudimentario dormitorio.

 

La inspección posterior permitió establecer que el teniente del Ejército Luis Guarne Tapias, alcanzó a pelear por su vida y enfrentó cuerpo a cuerpo  –a por lo menos a uno – de los guerrilleros intentando despojarlo del fusil. Su cadáver fue hallado en medio de una escena que describió un crudo combate. Tenía un portafusil enrollado en su mano derecha. Cerca, estaba el cadáver del teniente Alejandro Ledesma Ortiz. Otros que murieron fueron los suboficiales Héctor Docuará, Francisco Manuel Negrete, Mario Fernando Marín, José Gregorio Peña Guarnizo, Samuel Ernesto Cote. Jaircinho Navarrete, fue asesinado cuando trataba de proteger al doctor Gaviria, los dos cadáveres fueron hallados juntos.

 

La noticia de esta cruel masacre escondió un informe administrativo en el que se decreta la destitución fulminante del coronel Leopoldo Jiménez López.

 

Ageron Viellard Hernández permaneció tres años, cinco meses y seis días viviendo el calvario del secuestro. Se recuperó de sus heridas físicas y actualmente recorre el mundo enseñando la crueldad de una guerra cuyo ruido, se siente más fuera del país…

 


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