Orgía de sangre en la cacería
de asaltantes bancarios
Un Policía que se hallaba de licencia
en su casa fue sacado por la fuerza y asesinado frente a sus vecinos. Los
delincuentes sostuvieron tres balaceras con la Policía en menos de media hora.
Por William Ahumada Maury
Fotografías
Diario del Caribe
El disparo que desencadenó la matanza esa mañana de
octubre se escuchó cuando el dragoneante
Benítez degustaba una chicha de maíz mientras observaba con curiosidad a cuatro
hombres que descargaban una camioneta cargada con plátanos frente a su puesto
de vigilancia, ubicado en el cementerio Calancala.
Benítez, un Policía que esperaba con ansias los dieciséis
meses que lo separaban de su pensión, miraba con curiosidad -pero sin malicia- a
cuatro hombres que escarbaban nerviosos en una carga de plátanos. No alcanzó a
ver que sacaron cuatro costales cargados con dinero.
Nadie sabe de dónde salió el disparo.
Fue un sonido sordo y hueco. Benítez, soltó la botella al ser
lanzado de espaldas por el poderoso impacto que le estalló contra el pecho. A
esa hora, la tienda “Sarita” ubicada frente a la entrada principal del
cementerio Calancala, estaba llena de vecinos silenciosos, somnolientos, de
ojos lagañosos, con los cabellos desordenados que bostezaban constantemente mientras
esperaban que la dicharachera Sarita los atendiera.
El Dragoneante Benítez, de casi dos metros de estatura, cayó
pesadamente sobre su espalda y se revolcó en la tierra suelta tratando de
agarrar la carabina que siempre llevaba terciada contra el pecho.
Cuando por fin estuvo armado y pudo realizar dos disparos al
aire ya no quedaba nadie bajo el techo de palo y láminas que bordeaba la
terraza esquinera de la tienda “Sarita”. El desconocido que le disparó se había
esfumado entre los vecinos que huyeron a protegerse de los proyectiles.
Entonces Benítez corrió a resguardarse detrás de los muros grises y blancos de
una de las dos entradas del cementerio
Calancala. Ese camposanto era al sitio de vigilancia asignada al dragoneante
Benítez en los últimos diez meses. Cuando estuvo protegido por la mole de
concreto el Policía se desplomó sobre sus extensas piernas con la carabina
contra el pecho. Le faltaba aire en los pulmones.
Eran
las 8:21 de la mañana del 11 de octubre de 1973. Benítez había tenido un turno
pesado por el acoso de las voces extrañas que lo atormentaban por las noches en
vigilia. Contó después que eran voces roncas, guturales que brotaban sobre la
neblina de la madrugada por entre las bóvedas de blanco triste que se levantaban
frente a sus ojos y dibujaban figuras
gomosas ataviadas de tul vaporoso. Eran
figuras gaseosas que danzaban contra el cielo negro, y parecían mofarse de él.
Vigilar
por las noches ese cementerio no era precisamente un puesto para echarse una
dormidita en los turnos. Se mantenía orando hasta que veía salir el sol.
Un
viejo sepulturero –con cuerpo de luchador y de pecosa piel blanca - que dormía
en el cuarto de las herramientas de la necrópolis lo había observado todo desde
la puerta de entrada y tomó el teléfono público instalado en la pared, a un
lado de la sala de necropsias. Llamó tembloroso al 04 de la Policía.
En
poco más de dos minutos llegaron patrullas y carros civiles de los que
descendieron hombres ruidosos con los ojos enrojecidos por la rabia que
maldecían mientras se tomaban las tres cuadras que convergían en la entrada del
cementerio. Exactamente en la calle 53D con la carrera 31.
Estaban
armados hasta los dientes. Entonces se desencadenó la tragedia.
Parapetado
detrás de un muro –ya con el apoyo de sus compañeros de la Policía derribando
puertas- el dragoneante Carlos Benítez Herrera tuvo tiempo para revisar su
cuerpo, buscando heridas. Observó impresionado, que la bala que lo había
arrojado contra su espalda había impactado en la placa policial que colgaba en
el pecho de su uniforme verde oliva.
-La
bala pegó en la mitad de la placa, la dobló y dejó un quemón amarillo-verdoso y
se desvió hacia la derecha rompiendo el uniforme. Sólo ocasionó un trauma
punzante y una herida superficial en la piel del compañero Benítez- recuerda 47
años después el octogenario ex agente DEL F-2- Gustavo Rivero.
Un
informado de cuerpo ultra seco, con cabellos plateados, bigotes finamente
delineados y voz autoritaria; con una pistola que vibraba en sus manos, llegó jadeante
a ocultarse a un lado del dragoneante Benítez.
-Diga
Benítez estábamos por aquí cerca persiguiendo a una banda de bandidos que
acaban de asaltar el Banco de Occidente del centro. ¿Qué fue lo que ocurrió
aquí?- interrogó el recién llegado, con la mirada clavada contra la tienda
“Sarita”.
-Mi
teniente buenos días. Salí de mi turno en el cementerio y atravesé a la tienda
a tomarme una chicha. Estaba de pies, entre la gente y alguien me disparó a
quemarropa. Por fortuna la bala pegó en la placa. Respondí de inmediato al
fuego. ¡Los bandidos no han salido mi teniente. Por acá yo no los he dejado
salir!- respondió nervioso Benítez.
-Diga
exactamente ¿de dónde cree que le dispararon?-
-No
sé mi teniente. Fue alguien entre la gente. Vea estaban descargando los
plátanos de esa camioneta. Yo respondí y dejaron de disparar- relató Benítez
mientras señalaba con dedo tembloroso una camioneta Dodge, color rojo, modelo 71,
de placas RA 50-12, que conservaba aún una pesada carga de plátanos verdes.
-Mire
Benítez. Parece que se trata de la misma banda que asaltó el banco de Occidente
de la carrera 43 con la calle 34. Nos enfrentaron y se perdieron por aquí en
los barrios cercanos. ¿Usted vio a alguien sospechoso aquí?- interrogó con tono
autoritario el teniente Caicedo.
-No
mi teniente. Estaban descargando esa camioneta. Pero eso es normal aquí porque
la tienda produce movimiento de carga y descarga-
Caicedo
tomó su radio portátil y preguntó a la central si una camioneta roja podría
formar parte de la trama en el atraco al banco de Occidente.
-Mi
teniente buenos días modula fierro 2. Un testigo nos dice que vio a varios
individuos salir del banco. Que corrieron media cuadra hasta abordar -con
cuatro sacos- una camioneta roja cargada con plátanos y que estaba estacionada
con el motor encendido frente a las oficinas de la Electrificadora; por los
lados de la carrera 43-
El
teniente Caicedo apretó los dientes y corrió hasta un grupo de detectives que
permanecía parapetado detrás de un carro abandonado a un lado de la entrada del
cementerio:
-Esa
camioneta está metida en el atraco. Hay que buscar a los bandidos hasta debajo
de las piedras. ¡Vamos con todo!-
Dos
de los Policías derribaron la frágil puerta de un estrecho apartamento ubicado
a un lado de la tienda y se desencadenó un nuevo tiroteo. Un hombre robusto, de
elevada estatura y piel blanca, armado con una carabina, disparó a los
uniformados y corrió hacia el fondo. Los Policías respondieron al fuego. El
hombre se desplomó herido en el patio, justo cuando iba a saltar la pared del
fondo. Tenía un impacto de bala en el glúteo derecho.
Tres
detectives del F-2 subieron las escaleras internas del apartamento apuntando
hacia arriba y recibieron fuego nutrido desde un baño del segundo piso. Un
sujeto descamisado que se parapetaba tras la puerta descargó su arma contra las
escaleras. Los Policías rociaron la entrada con fuego de ametralladora. Luego
reinó el silencio. Dentro del estrecho recinto quedó el cuerpo sin vida un
hombre alto, robusto. Pasaron varios minutos hasta que se disipó el humo con su
característico olor a pólvora quemada.
El hombre que yacía muerto se estaba
afeitando una barba espesa al ser sorprendido por la Policía. Estaba en ropa
interior y tenía empuñada una carabina.
Llegaron
más y más Policías. En medio del caos muchas personas estaban siendo sacadas a
la fuerza de sus casas. A rastras y en
medio de golpizas, iban siendo sentadas
frente a las esteras de entrada del cementerio Calancala. Los disparos se
sentían en los patios vecinos.
Se
veían a los Policías caminar sus techos apuntando con sus armas a todas partes.
Hubo muchos heridos.
No lejos de ahí, en el centro de Barranquilla, Henoe del Carmen Barrios Lazcano, de 42 años de edad, acomodaba su delgado cuerpo frente a la máquina de coser número siete, de la primera línea de confecciones Muluki, para iniciar la jornada ese viernes. Era una de las operarias más simpáticas en una sala en donde treinta máquinas industriales sonaban a la vez en medio de la sinfonía de voces de las modistas. Una de las operarias suspendió una conversación entre varias empleadas, se levantó curiosa y subió el volumen de un viejo radio instalado sobre el escritorio del jefe de sección:
-
¡Atención, mucha atención! A esta hora se presenta un violento tiroteo en el
barrio Lucero, en el corazón de Barranquilla. Nos informan que la balacera se
concentra frente a la entrada del cementerio Calancala, carrera 32 con la calle
53C. Hay varias personas muertas - informó un locutor con voz que parecía impostada.
Una
decena de modistas que estaban alrededor del radio, voltearon su mirada compasiva
hacia la máquina número siete. Henoe Barrios quedó congelada sobre su silla.
Sabían
que ella y sus siete hijos vivían alquilados en un apartamento estrecho justo
frente a la entrada del cementerio municipal Calancala. Henoe enmudeció y sólo
atinó a decir con la mirada triste, contra sus temblorosas manos:
-Allá
dejé a mi hijo Luis Fernando-que es Policía- y Alejandro, de nueve años-
-¡Henoe
nosotras hablamos con el jefe y vete para tu casa! Tienes que estar allá a ver
qué pasó con tus hijos mija - inquirió Grace, una mujer robusta, de bello
rostro, líder en esa sala de operarias.
Henoe
Barrios confirmó que no tenía para un taxi. El dueño de las confecciones le
extendió mil pesos para que se movilizara en taxi a donde necesitara ir.
Un
taxi color rojo se detuvo en la esquina de la calle 53C con la carrera 33,
frente a la casa de Santa Isabel, a una cuadra larga del apartamento donde
vivía Henoe. El mundo daba vueltas en la cabeza de la desvalida mujer.
-Hasta
aquí la traigo. Mire la Policía no deja pasar a nadie ¿Qué habrá pasado? ¡Y yo
sin radio en esta tártara nojoda! - exclamó el taxista mirándola con severidad.
Cuando
Henoe descendió del taxi fue acribillada por los comentarios de decenas de
personas que la conocían:
-Miren,
miren esa es la mamá de ese pobre muchacho. ¡Pobrecita!-
La
frágil mujer se desmayó en mitad de la calle al observar –a distancia- las
patrullas estacionadas y la multitud de curiosos alrededor de su apartamento.
Rato después despertó y estaba rodeada de Policías que la miraban como se mira
a un insecto que está siendo destajado.
-¿Dónde
está la plata? ¡Diga dónde está la plata que ya todos los demás la delataron!-
pregunto el teniente Caicedo mirándola con rabia contenida.
-¿Dónde
estoy?- preguntó ella convertida en un manojo de nervios.
-En
la Central de Policía. ¡Presa como toda la banda!- Respondió otro Policía de
cuerpo doblado como un gancho.
Henoe
preguntó de nuevo que había pasado con sus hijos, pero no obtuvo respuesta. Fue
interrogada por horas. Por días enteros, pero siempre expresó lo que único podía
decir, “no sé qué pasó”. Luego fue incomunicada en la estación de Policía del
barrio Hipódromo, de Soledad, en donde –ocho días después- le dijeron que su
hijo Luis Fernando Arango Barrios- había sido asesinado en el procedimiento.
Henoe
regresó a las ruinas de su apartamento doce días después. La dejaron en
libertad cuando la justicia entendió que ella y su familia eran ajenos al
atraco. Entendieron que la tragedia los había envuelto en una cruel coartada
que ubicó a Luis Fernando y a Alejandro en el sitio y a la hora equivocada.
Encontró todo destruido. Sus pertenencias diseminadas en la calle. Había fotografías
rotas, lámparas pisoteadas, camas desarmadas, ollas y enseres acumulados a un
lado, por la bondad de los vecinos. Pero, fueron ellos los que la rodearon en
un abrazo cálido y solidario. Henoe lucía acabada, marchita por dentro.
Recorrió con la mirada sin vida los rincones donde soñaba con salir adelante y daba
calor a sus siete hijos.
-¿Por
favor que alguien me diga que pasó con mis hijos?- Imploró la desvalida mujer.
Alejandro,
un chico delgado y con rostro inocente se abrió paso entre las piernas de los
vecinos y corrió a abrazar a su madre. Lloraron junto por minutos
interminables.
-Mamá…mamita…mamá
mataron a Luis Fernando. ¡Mataron a Farolito”- gritaba el niño como queriendo
entrar en el cuerpo de Henoe.
Entonces
se enteró que su hijo había sido sepultado dignamente porque los vecinos
recogieron fondos para pagar una casa funeraria. Lloró la desdicha de no haber
podido acompañar a su hijo hasta la última morada.
Dos
líderes barriales abrazaron a Henoe y la llevaron a un patio vecino. Le
brindaron un té para los nervios y comenzaron el relato.
-Todos
ustedes salieron a trabajar. Salieron Luz Elena, Guillermo, Martha, Magaly –que
salió contigo-. En el apartamento sólo quedaron Luis Fernando y Alejandro-
inició el relato una vecina.
A
las ocho de la mañana Luis Fernando –estando en el baño- pidió a su hermanito
Alejandro que fuera a la panadería -ubicada a una cuadra- a comprar unas lonjas
de pan para el desayuno. Pasaron unos minutos y el niño no llegaba. Luis
Fernando abrió la puerta de la sala mientras alistaba la ropa para ir a visitar
a su madre a Confecciones Muluki. El joven era Policía, pero estaba de licencia
por salud y solía ir por las mañanas a trabajar en lo que saliera en esa
factoría.
-Entonces
Luis Fernando escuchó desde la sala unos disparos y los gritos de personas que corrían. Preocupado por
la tardanza de Alejandro se asomó a la puerta para recibirlo y protegerlo al
llegar. Un hombre de civil de enorme cuerpo y armado con una ametralladora tomó
a Luis Fernando por los cabellos y lo arrastró hasta la calle. Lo golpeo con la
culata de la ametralladora con rabia. Lo ofendía sin dejarlo hablar. Lo acusaba
de ser miembro de la banda. Vimos como preguntaban por la plata. Una vecina le
hizo llegar un pantalón antes que lo obligaran a entrar a cajuela de un
automóvil gris, en donde ya tenían al hombre que había sido herido antes en el
patio del apartamento vecino- contó a Henoe uno de los buenos samaritanos que
la atendían.
El
automóvil salió disparado en medio de una inmensa nube de polvo y se perdió hacía
las calles del norte de Barranquilla. Los vecinos amontonados en las bocacalles
del barrio gritaban a los ocupantes del vehículo exigiendo la libertad de Luis
Fernando. Los allanamientos se repitieron en varias casas vecinas a la tienda
“Sarita”.
El
cadáver del hombre que cayó mientras se afeitaba en el segundo piso fue
arrastrado y lanzado en mitad de la calle frente a las esteras metálicas de
entrada al camposanto. Minutos después el siniestro automóvil gris regresó y
arrastró los neumáticos levantando polvorín frente a la escena de la balacera.
Los dos hombres que estaban apretujados dentro de la cajuela fueron bajados.
Una vecina le lanzó una camisa a Luis Fernando Arango Barrios. Dos hombres de
civil los llevaron a empellones justo frente al sitio donde yacía el cadáver
del hombre que enfrentó a la Policía desde el baño. A este individuo la Policía
le halló un saco de fique en el que tenía 491 mil pesos de los 700 mil pesos
que habían robado en el asalto.
-Cuando
Luis Fernando levantó los brazos para colocarse la camisa comenzaron a sonar de
nuevo los disparos. Fueron muchos y los dos hombres se desplomaron sin vida
casi sobre el primer cadáver- Eso fue en realidad lo que ocurrió esa horrorosa
mañana de octubre.
Pero
–un día después- Barranquilla supo una información diferente:
-La
dantesca gráfica de los tres cuerpos arrumados en mitad de la calle fue primera
plana en los medios impresos de Barranquilla. En ese mismo sitio la Comisaria
Quinta de Policía Carmen Pabón de Ferreira y su secretario Oneíro Visbal
Miranda realizaron la diligencia oficial de levantamiento. La escandalosa
noticia dijo un día después que “tres asaltantes del banco habían sido dados de
baja en el tiroteo y ocho miembros de la banda habían sido capturados”- agregó
un abogado vecino del barrio Lucero.
-Hubo
en realidad varios tiroteos. Un primer tiroteo ocurrió a media cuadra del
banco, frente a las oficinas de la Electrificadora del Atlántico. Un niño de
doce años que llevaba unas empanadas para el vigilante de la empresa Argos,
Gustavo Páez Vera, observó a través de los vidrios del banco a los empleados
cuando eran encañonados por los asaltantes. El sub gerente Jesús Pérez, había
sido golpeado y estaba tirado en el suelo. El niño corrió asustado y le avisó a
un Policía que estaba de turno en las oficinas de la Electrificadora, a pocos
metros del banco. Cuando los asaltantes salieron y pasaban frente a esa sede
buscando los carros para huir el Policía los enfrentó. Era el agente Álvaro
Güell Flores quien resultó herido. Una bala lo impactó en la cabeza y le
desprendió una oreja. Lía Cárdenas de Campo, una dama que hablaba animadamente por
un teléfono público frente al almacén Tía, resultó gravemente herida en un
hombro y la boca - le dijo a los medios el coronel Alfonso Barragán Salguero,
comandante de Policía del Atlántico.
Los
delincuentes huyeron a bordo de dos carros, la camioneta roja cargada con
plátanos –que cubrían las tulas con el dinero- y un automóvil Ford modelo 56,
color verde, de placas KA 01-25, que fue hallado a una cuadra del cementerio
Calancala.
Cuando
el dragoneante Carlos Benítez fue impactado frente al cementerio, desconocía lo
que había ocurrido en el banco de Occidente del centro de Barranquilla y
observaba desprevenidamente a los que pudieron ser sus asesinos.
La
Policía informó que tres hombres del interior del país habían alquilado –un mes
antes- un apartamento ubicado en el segundo piso de la tienda “Sarita” y
planearon el atraco. El hombre que murió mientras se afeitaba –a quien le
hallaron parte del dinero- fue identificado como Jaime de Jesús Vélez Gómez, de
39 años, nacido en Bucaramanga. A su lado fue ajusticiado Juan José Lemus
Restrepo, nacido en Riosucio (Caldas), pero conocido como “El Guajiro”.
Luis Fernando Arango Barrios tenía 21 años. Nació en Barranquilla y se había vinculado a la Policía Nacional en 1972. Había sido asignado al departamento de Bolívar, pero se hallaba en licencia al momento de morir. Mientras estuvo en casa se dedicó a trabajar en varios frentes, incluyendo la zapatería. Sus hermanas dicen que era laborioso, silencioso, de buenos modales y amante del ciclismo.
-De
hecho había participado en dos vueltas a Colombia desde que tenía 18 años. Le
decíamos “Farolito” porque siempre lo dejaban rezagado- relató Magnolia Arango
Barrios, una de las hermanas.
Henoe
del Carmen Barrios Lazcano nunca más sonrió desde ese fatídico 11 de octubre de
1973. Se mudó del barrio Lucero y se marchó a otra ciudad. Años después, se
negó a recibir el pago de la póliza oficial por el error de las autoridades en
la muerte de su inocente hijo:
-No
quiero saber nada de eso. Yo no quiero plata. La plata no me va a devolver a mi
hijo. Era una joya ese muchacho y la plata no me quita esta tristeza- asegura
mientras llora por enésima vez en la entrevista.
Recuerdo esa mañana de octubre cuando nos enteramos del fatídico momento de boca de un hermano de Luis Fernando, el cual trabajaba conmigo en Electro Atlantico, lo conocíamos por Memo, pero su nombre era Guillermo Arango. La noticia nos preocupo mucho y mas a tres que vivíamos en esos lados, eramos: Renaldo Ufre, Memo y mi persona.
ResponderBorrarWilliam, magnifica crónica que guarda historia de nuestro legendario barrio lucero.
ResponderBorrarHermosa Cronica, a mas de ser muy real y tragica, por su redaccion literaria me conmovio fuertemente, gracias WILLIAM AHUMADA
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