Una burbuja de amor - Notas & Historias del Caribe

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domingo, 1 de marzo de 2020

Una burbuja de amor


Se multiplican por decenas los casos de hombres que caen en las redes de un amor de fantasía y resultan siendo víctimas de una burbuja de amor. 

Por William Ahumada Maury
Sammy vibraba de emoción cuando abría la puerta del apartamento. Su cuerpo escuálido estaba poseído por una oleada de calor que le subía desde el bajo vientre, y abrazaba su pecho como una compresa revitalizante. Sentía  que volaba.
Había regresado del trabajo mucho más temprano, atrapado dentro de un torbellino de ansiedad que lo mantenía aislado de su realidad. Esa noche ya  se completaban treinta y nueve días sumergido en un mundo perfumado de cabellos largos, labios calientes, ojos gitanos, sonrisa pícara, sexo y lujuria.

En sus desbordados deseos por sorprender a su mujer, Sammy procuró no hacer ruidos al abrir la puerta y ocultó a sus espaldas un ramo de rosas rojas que había apartado en la tarde. Eran para celebrar su segundo día como hombre comprometido con Tibisays. Cuando escucho el ruido metálico de las llaves al destrabar la cerradura, empujó suavemente. Su rostro iluminado por un desenfreno infantil cambió al enfrentar un panorama desolador dentro del estrecho nido de amor.

El apartamento estaba vacío. Sus ojos se llenaron de lágrimas que se deslizaban por las mejillas sin control, como si hubiese recibido un golpe con un martinete entre las cejas. Quedó paralizado y –como impulsado por una descarga eléctrica- comenzó a correr por los espacios vacíos del  pequeño apartamento. Sólo para confirmar que no había nada. Sammy cuenta que sintió que un baldado de agua fría quemó su piel y lo dejó estático, sin poder reaccionar por varios segundos.

Sammy sintió que perdió de golpe las fuerzas de sus piernas. Tambaleó y se frotó los ojos con el envés de la mano que empuñaba el ramo de flores. Una  fuerza invisible comenzó a hundirlo lentamente en un túnel espiralado oscuro y frío. La expresión de su rostro, todavía juvenil, osciló en fracción de segundos entre la risa y el miedo; entre la sorpresa y el llanto. Caminó a prisa entre las habitaciones recién pintadas, mientras preguntaba en voz alta:
“Tibisays…amor… ¿dónde estás?, deja tus juegos… ¿dónde estás…?”
Corrió gritando como un niño extraviado…miró arriba, abajo. Recorrió, los estrechos pasillos de losas brillantes. Entró al baño, salió, regresó a la terraza, miro alrededor, regresó y miro de nuevo la terraza del patio. Su corazón se desbocó apretujado en medio del tórax estrecho. Cada paso que daba untaba su cara contra una realidad impensable, fría y desoladora. Contra una realidad que tenía el olor putrefacto y recalcitrante de la traición.

Terminó, recostando su espalda contra una pared de la sala, con los ojos desorbitados, clavados en la nada. Se deslizó lentamente y quedó sentado con las piernas extendidas. Dejó caer el ramo de flores de su mano derecha y se hundió en una desgracia que todavía olía a ella.

Lloro. Lloró por unos instantes que parecieron eternos. De repente, se levantó sacó de un bolsillo de su pantalón su teléfono celular. Buscó con dedos temblorosos en el directorio el nombre de su nueva mujer. La tenia registrada como “Tibi, mi ángel”.
Marcó y una voz robotizada, de rasgos femeninos y trasfondo hueco le anunció que el abonado digitado estaba apagado. Sammy se volvió a desplomar en cámara lenta sobre las baldosas de mármol pulido del pequeño apartamento. Sintió estar en medio de una enorme burbuja que estalló cuando apenas comenzaba a drogarse una dimensión extraterrenal del amor. Entonces no pudo contener más su emoción, y estalló en llanto. Un llanto sentido, que le explotó en el alma. Un llanto que enjuagó su rostro aún juvenil en lágrimas enormes que dibujaron el mapa de su perdición en su camisa.


Emilia la dueña del apartamento, llegó presurosa de la casa vecina al escuchar los gritos desgarradores de Sammy. Entró con un trote lento y pesado y se arrodilló a su lado. Lo interrogó y luego susurró en su oído la aplastante noticia:
-La señora Tibisys se mudó esta mañana veinte minutos después que usted salió al trabajo. Le pregunté la razón, pero me dijo que usted sabía que ella se estaba mudando. Habló de unas amenazas que le habían llegado al celular. Aseguró además que usted iba a encontrarse con ella en la noche y que yo podía alquilar de nuevo el apartamento. Qué pena con usted, si lo desea le devuelvo los tres meses que pagó por adelantado – le dijo la anciana con compasiva voz maternal.

Había algo que abrumaba más al joven mensajero que el engaño. Tibisays también lo había dejado arruinado. Se llevó todo.

Un atronador torbellino de imágenes, relámpagos de colores, gritos y risas burlonas se apretujó en el cerebro de Sammy. Recién había cumplido los dieciocho años y parecía no estar preparado para enfrentar una arremetida tan bestial del desamor. Sentía navegar en un río de aguas grises, en una tarde gris, amenazado por fantasmas monumentales que rugían y exhalaban un vaho putrefacto en su rostro. Tenía los labios resecos y la voluntad lacerada.

Era de esperarse. Sammy no era un hombre de mundo ni mucho menos. Había sido criado como un hombre con fuertes principios éticos y morales.  Había cultivado con entrega, devoción y disciplina los amoríos con Ingrid, la novia de toda su vida. Esa negra menuda y abnegada, a la que desechó como un canasto de basuras cuando conoció a Tibisays.
Con ella -a la que conoció en la cuadra donde él creció- decidió clausurar su corazón para nuevos amores una tarde de lluvias. Se hicieron novios desde la adolescencia y – cuando apenas asomaban las primeras pelusas en el rostro que anunciaban tímidamente su paso de niño a hombre- comenzaron a hablar de matrimonio. Era un joven ajeno a cualquier malicia esquinera que lo acercara a la deslealtad. De hecho Sammy temblaba cuando su novia le hablaba recio por un atraso  por mínimo que fuera después de salir del trabajo.

Con los ojos ahogados en lágrimas recorrió nuevamente el apartamento que tanto soñó. Había ordenado que lo decoraran al gusto de Tibisays y, en el que sólo vivió una noche de felicidad. Rato después se levantó y salió sin despedirse de Emilia, quien asintió con su cabeza  y pareció entender la tragedia del joven. Conmovida lo detuvo por un brazo y le hizo la señal de la cruz en el rostro al verlo salir con el alma vacía y los ojos enjuagados en lágrimas. Sin levantar la mirada el joven se lanzó al pavimento.



Se sentía solo en un mundo nuevo, que ahora le daba la espalda. Levitó mucho tiempo por calles ruidosas que hervían en un frenesí de  música, colores, perfumes, con tentáculos invisibles que lo abrazaban y reían cerca a sus oídos, labios, piernas y cabellos que destallaban con las primeras luces de la noche. Sammy no sabe cuánto caminó. No recuerda los recovecos que visitó. Un dolor frío en la base del cerebro, los labios resecos, el insomnio, sus bolsillos vacíos y los reclamos de un taxista que le recomendó tener cuidado al caminar las calles,  le advirtieron que acababa de entrar al infierno. 


Llegó derrotado a casa de Tomasa, su madre, la única persona que podría extender sus brazos para socorrerlo en esta agonía. Pero Sammy no habló. No le confió a la hermosa morena que lo había parido su desgracia. Encerrado  en su habitación, se sentó con la espalda contra la cabecera de la cama y ancló su pensamiento en medio del lago de la nada.  Sus ojos inexpresivos se incrustaron en un retrato descolorido de Leonel Messi, la súper estrella del futbol, quien seguía custodiando la pared frontal rodeado por recortes de periódicos que anunciaban sus hazañas. No tuvo oídos para las súplicas de su madre cuando ella tocaba amorosa y suplicante  su puerta  –cada media hora- para hablarle, o para ofrecerle los platillos humeantes que hasta hace muy poco tiempo lo hicieron saltar de alegría.

La puerta de la habitación de Sammy se abrió sólo dieciséis días después cuando un equipo de paramédicos ingresó por la fuerza decidido a rescatarlo, justo en la antesala de la muerte. Su madre encabezó el equipo de rescatistas. El chico había dejado de comer y la piel lacerada por la deshidratación se estaba pegada a los contornos de sus huesos.

Cinco días después Sammy abrió los ojos. La luz blanca, intensa y cálida que se desprendía del techo de una sala de hospitalización lo estrelló con rabia contra su nueva realidad. La voz suave y melosa de su madre lo regresó a la vida. Sammy entendió que debía una explicación a esa abnegada mujer.
Con pesadez extendió la mano derecha y estrechó la tibia mano de su madre.
-La conocí en la cancha de La Magdalena ese domingo. Esa tarde jugábamos la final de la liga entre empresas transportadoras. El gerente de mi empresa me dijo que si ganábamos me ascendía de oficios varios a mensajero oficial y me regalaba una moto. Por eso me esmeré y aunque el partido era difícil, yo metí el gol de mi vida y logramos ganar esa liga.

Recuerdo que Jaime, el vigilante, se corrió -marcado por dos hombres gordos y pesados - por la punta derecha, sacó a uno que se le tiró en plancha y centró a media altura. Yo venía entrando y cogí el balón de media chalaca…fue un golazo.

Salí de la cancha a celebrar. El gerente estaba frente a un estadero donde sonaba un picó. El y su señora, los empleados corrieron y me abrazaron. Allí había tres muchachas que me abrazaron y saltaron conmigo. Ahora recuerdo que nunca las había visto. Cuando acabó el partido –que ganamos 2x0- nos quedamos debajo de un árbol de mango celebrando. Las muchachas estaban ahí. A las seis de la tarde se fueron dos de ellas y sólo quedaba una. Era Tibisays. Es hermosa, bajita, con un cuerpo hermoso, piel blanca, tiene el cabello liso, largo, brillante que le llega hasta las nalgas. Tiene la cara redonda y los labios carnudos. No tiene más de veinte años.

Ella no se separó de mí en la celebración. Vestía una licra de colores que la hacían ver más linda. Bailamos mucho y sabroso. Hablamos largo, me dijo que acababa de llegar de Venezuela, que me estaba viendo jugar porque me parezco a un novio que le mataron allá en Caracas. Ya por la noche yo estaba borracho y la mayoría de mis compañeros se habían ido a sus casas, porque había que trabajar el lunes. Ella me dijo que no tenía donde quedarse. Le pedí el favor a Walter, mi compañero de oficios varios, que la tuviera en su casa de Galán por esa noche. No pude dormir pensando en ella.

Al día siguiente me llamó al celular y la fui a visitar donde Walter. Salimos a caminar. Esa noche y muchas otras noches me quedé con ella en una habitación que alquilé, pero ella no se dejaba hacer el amor –sólo nos besábamos intensamente- me decía que estaba conmigo porque yo le gustaba…porque me parecía a su marido asesinado. Entre más la besaba más me enloquecía. Me permitía llegar hasta ciertos límites de su cuerpo, luego me frenaba y se ponía a llorar. Ella sólo me complacía con sus manos y sus besos. Los problemas con Ingrid comenzaron enseguida, porque no fui más a visitarla. Yo mismo le dije que no me importaba más. Ya no me interesaba. Ese bombón de besos calientes me volvió loco. Dejé de ahorrar con mi novia y metí a Tibisays fija en ese  cuartico de Las Palmas. Salía corriendo del trabajo a mimarla. Le dije para llevarla a mi casa y presentarle a mi familia y me dijo que no, porque ella estaba amenazada de muerte y no quería exponerlos.


El gerente Jaime cumplió su promesa y me dio un cheque por tres millones y medio de pesos para que hiciera el curso de manejo y sacara la moto nueva. Me  ascendió a mensajero. Una tarde Tibisays  y yo salimos a buscar apartamento y llegamos a La Victoria. Llegamos a casa de la señora Emilia. Ella acababa de arreglar un apartamento pequeño y me lo alquiló. Un apartamentico muy lindo. Lo que más duele fue que Tiby me pidió todas nuestras cosas nuevas y fuimos a una agencia en donde me dieron todo para la casa sólo con mostrar la cédula. Saqué nevera, dos televisores, lavadora, equipo de sonido, juego de alcoba, juego de sala y comedor, dos abanicos, mecedores, ropa para ella y hasta dos cuadros para la sala. La deuda fue de 62 millones de pesos. Un compadre mío de la empresa fue el fiador. Al llegar al apartamento sólo me dio tiempo para armar el juego de alcoba; ella me dijo que instalaba todo lo demás mientras yo trabajaba el lunes.

Antes de mudarnos Tiby me dijo que su hermano llegaba de Caracas y necesitaba comprar una moto porque había conseguido empleo acá. Le presté la plata que me regaló el gerente. Prometió que me pagaba los tres millones y medio tan pronto su hermano llegara a Barranquilla. Por aparte, la empresa me prestó tres millones y yo se los di a ella para que arreglara sus papeles y ayudara a su mamá y sus dos hermanitos que estaban bajados en La Playa. Nunca quiso presentármelos.
-No mi amor. No quiero que se entristezca tu sonrisa con la tragedia de mi familia- me dijo muchas veces, cuando le preguntaba por su familia.

Ese domingo que me mude con ella si hicimos el amor en nuestro apartamento, sobre nuestro juego de cuarto nuevo. Todavía creo que es un juego que ella se haya ido con todo lo que compré.
-De verdad esa noche me dejó marcado. Hacer el amor con ella era un deseo que no me dejaba dormir. Lo deseaba, se lo imploraba,  se lo pedía y ella me quitaba las ganas con sus besos- recuerda antes de estallar en llanto.


Sammy y su señora madre comenzaron a investigar. Alguien les  dijo que fuera a poner una denuncia porque el robo era de alta cuantía. Llegaron a la Policía y un oficial enorme y con hablar de desprecio lo escuchó incrédulo, luego tomó al joven por un brazo y lo condujo hasta la puerta. Señaló a un grupo de jóvenes que hablaban reunidos debajo de un árbol y le dijo:
-Las victimas del amor burbuja están allá. Haga la cola-
A Sammy la  realidad le explotó en la cara…


3 comentarios:

  1. Muy buena la historia felicidades nota: ojo con amores rápidos y dejarse llevar por pasiones físicas

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  2. Excelente Willian, lleva tensión, ganas de saber el final, se describe tanto su sentimiento, que llega a compugir al lector acompañando al personaje.

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  3. Muy buen relato...pero me hubiese gustado que sammy fuera de mas edad...de todas maneras me gustó mucho...excelente...a uno...espectacular mi amigo...

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