Se multiplican por decenas los casos de hombres que caen en las redes de
un amor de fantasÃa y resultan siendo vÃctimas de una burbuja de amor.
Por William
Ahumada Maury
Sammy vibraba de emoción cuando abrÃa la puerta del apartamento. Su
cuerpo escuálido estaba poseÃdo por una oleada de calor que le subÃa desde el
bajo vientre, y abrazaba su pecho como una compresa revitalizante. SentÃa que volaba.
HabÃa regresado del trabajo mucho más temprano, atrapado
dentro de un torbellino de ansiedad que lo mantenÃa aislado de su realidad. Esa
noche ya se completaban treinta y nueve
dÃas sumergido en un mundo perfumado de cabellos largos, labios calientes, ojos
gitanos, sonrisa pÃcara, sexo y lujuria.
En sus desbordados deseos por sorprender a su mujer, Sammy procuró
no hacer ruidos al abrir la puerta y ocultó a sus espaldas un ramo de rosas rojas
que habÃa apartado en la tarde. Eran para celebrar su segundo dÃa como hombre
comprometido con Tibisays. Cuando escucho el ruido metálico de las llaves al
destrabar la cerradura, empujó suavemente. Su rostro iluminado por un
desenfreno infantil cambió al enfrentar un panorama desolador dentro del
estrecho nido de amor.
El apartamento estaba vacÃo. Sus ojos se llenaron de lágrimas
que se deslizaban por las mejillas sin control, como si hubiese recibido un
golpe con un martinete entre las cejas. Quedó paralizado y –como impulsado por
una descarga eléctrica- comenzó a correr por los espacios vacÃos del pequeño apartamento. Sólo para confirmar que
no habÃa nada. Sammy cuenta que sintió que un baldado de agua frÃa quemó su
piel y lo dejó estático, sin poder reaccionar por varios segundos.
Sammy sintió que perdió de golpe las fuerzas de sus piernas.
Tambaleó y se frotó los ojos con el envés de la mano que empuñaba el ramo de
flores. Una fuerza invisible comenzó a
hundirlo lentamente en un túnel espiralado oscuro y frÃo. La expresión de su
rostro, todavÃa juvenil, osciló en fracción de segundos entre la risa y el miedo;
entre la sorpresa y el llanto. Caminó a prisa entre las habitaciones recién pintadas,
mientras preguntaba en voz alta:
“Tibisays…amor… ¿dónde estás?, deja tus juegos… ¿dónde
estás…?”
Corrió gritando como un niño extraviado…miró arriba, abajo.
Recorrió, los estrechos pasillos de losas brillantes. Entró al baño, salió,
regresó a la terraza, miro alrededor, regresó y miro de nuevo la terraza del
patio. Su corazón se desbocó apretujado en medio del tórax estrecho. Cada paso que
daba untaba su cara contra una realidad impensable, frÃa y desoladora. Contra
una realidad que tenÃa el olor putrefacto y recalcitrante de la traición.
Terminó, recostando su espalda contra una pared de la sala,
con los ojos desorbitados, clavados en la nada. Se deslizó lentamente y quedó
sentado con las piernas extendidas. Dejó caer el ramo de flores de su mano
derecha y se hundió en una desgracia que todavÃa olÃa a ella.
Lloro. Lloró por unos instantes que parecieron eternos. De
repente, se levantó sacó de un bolsillo de su pantalón su teléfono celular.
Buscó con dedos temblorosos en el directorio el nombre de su nueva mujer. La
tenia registrada como “Tibi, mi ángel”.
Marcó y una voz robotizada, de rasgos femeninos y trasfondo
hueco le anunció que el abonado digitado estaba apagado. Sammy se volvió a
desplomar en cámara lenta sobre las baldosas de mármol pulido del pequeño
apartamento. Sintió estar en medio de una enorme burbuja que estalló cuando
apenas comenzaba a drogarse una dimensión extraterrenal del amor. Entonces no
pudo contener más su emoción, y estalló en llanto. Un llanto sentido, que le
explotó en el alma. Un llanto que enjuagó su rostro aún juvenil en lágrimas
enormes que dibujaron el mapa de su perdición en su camisa.
Emilia la dueña del apartamento, llegó presurosa de la casa
vecina al escuchar los gritos desgarradores de Sammy. Entró con un trote lento
y pesado y se arrodilló a su lado. Lo interrogó y luego susurró en su oÃdo la
aplastante noticia:
-La señora Tibisys se mudó esta mañana veinte minutos después
que usted salió al trabajo. Le pregunté la razón, pero me dijo que usted sabÃa
que ella se estaba mudando. Habló de unas amenazas que le habÃan llegado al
celular. Aseguró además que usted iba a encontrarse con ella en la noche y que
yo podÃa alquilar de nuevo el apartamento. Qué pena con usted, si lo desea le
devuelvo los tres meses que pagó por adelantado – le dijo la anciana con
compasiva voz maternal.
HabÃa algo que abrumaba más al joven mensajero que el engaño.
Tibisays también lo habÃa dejado arruinado. Se llevó todo.
Un atronador torbellino de imágenes, relámpagos de colores, gritos
y risas burlonas se apretujó en el cerebro de Sammy. Recién habÃa cumplido los
dieciocho años y parecÃa no estar preparado para enfrentar una arremetida tan
bestial del desamor. SentÃa navegar en un rÃo de aguas grises, en una tarde
gris, amenazado por fantasmas monumentales que rugÃan y exhalaban un vaho
putrefacto en su rostro. TenÃa los labios resecos y la voluntad lacerada.
Era de esperarse. Sammy no era un hombre de mundo ni mucho
menos. HabÃa sido criado como un hombre con fuertes principios éticos y
morales. HabÃa cultivado con entrega,
devoción y disciplina los amorÃos con Ingrid, la novia de toda su vida. Esa
negra menuda y abnegada, a la que desechó como un canasto de basuras cuando
conoció a Tibisays.
Con ella -a la que conoció en la cuadra donde él creció-
decidió clausurar su corazón para nuevos amores una tarde de lluvias. Se
hicieron novios desde la adolescencia y – cuando apenas asomaban las primeras pelusas
en el rostro que anunciaban tÃmidamente su paso de niño a hombre- comenzaron a
hablar de matrimonio. Era un joven ajeno a cualquier malicia esquinera que lo
acercara a la deslealtad. De hecho Sammy temblaba cuando su novia le hablaba
recio por un atraso por mÃnimo que fuera
después de salir del trabajo.
Con los ojos ahogados en lágrimas recorrió nuevamente el
apartamento que tanto soñó. HabÃa ordenado que lo decoraran al gusto de Tibisays
y, en el que sólo vivió una noche de felicidad. Rato después se levantó y salió
sin despedirse de Emilia, quien asintió con su cabeza y pareció entender la tragedia del joven.
Conmovida lo detuvo por un brazo y le hizo la señal de la cruz en el rostro al
verlo salir con el alma vacÃa y los ojos enjuagados en lágrimas. Sin levantar
la mirada el joven se lanzó al pavimento.
Se sentÃa solo en un mundo nuevo, que ahora le daba la
espalda. Levitó mucho tiempo por calles ruidosas que hervÃan en un frenesÃ
de música, colores, perfumes, con
tentáculos invisibles que lo abrazaban y reÃan cerca a sus oÃdos, labios,
piernas y cabellos que destallaban con las primeras luces de la noche. Sammy no
sabe cuánto caminó. No recuerda los recovecos que visitó. Un dolor frÃo en la
base del cerebro, los labios resecos, el insomnio, sus bolsillos vacÃos y los
reclamos de un taxista que le recomendó tener cuidado al caminar las calles, le advirtieron que acababa de entrar al
infierno.
Llegó derrotado a casa de Tomasa, su madre, la única persona que
podrÃa extender sus brazos para socorrerlo en esta agonÃa. Pero Sammy no habló. No le confió a la hermosa morena que lo
habÃa parido su desgracia. Encerrado en
su habitación, se sentó con la espalda contra la cabecera de la cama y ancló su
pensamiento en medio del lago de la nada. Sus ojos inexpresivos se incrustaron en un
retrato descolorido de Leonel Messi, la súper estrella del futbol, quien seguÃa
custodiando la pared frontal rodeado por recortes de periódicos que anunciaban
sus hazañas. No tuvo oÃdos para las súplicas de su madre cuando ella tocaba
amorosa y suplicante su puerta –cada media hora- para hablarle, o para
ofrecerle los platillos humeantes que hasta hace muy poco tiempo lo hicieron
saltar de alegrÃa.
La puerta de la habitación de Sammy se abrió sólo dieciséis
dÃas después cuando un equipo de paramédicos ingresó por la fuerza decidido a
rescatarlo, justo en la antesala de la muerte. Su madre encabezó el equipo de
rescatistas. El chico habÃa dejado de comer y la piel lacerada por la
deshidratación se estaba pegada a los contornos de sus huesos.
Cinco dÃas después Sammy abrió los ojos. La luz blanca,
intensa y cálida que se desprendÃa del techo de una sala de hospitalización lo
estrelló con rabia contra su nueva realidad. La voz suave y melosa de su madre
lo regresó a la vida. Sammy entendió que debÃa una explicación a esa abnegada
mujer.
Con pesadez extendió la mano derecha y estrechó la tibia mano
de su madre.
-La conocà en la cancha de La Magdalena ese domingo. Esa
tarde jugábamos la final de la liga entre empresas transportadoras. El gerente
de mi empresa me dijo que si ganábamos me ascendÃa de oficios varios a
mensajero oficial y me regalaba una moto. Por eso me esmeré y aunque el partido
era difÃcil, yo metà el gol de mi vida y logramos ganar esa liga.
Recuerdo que Jaime, el vigilante, se corrió -marcado por dos
hombres gordos y pesados - por la punta derecha, sacó a uno que se le tiró en
plancha y centró a media altura. Yo venÃa entrando y cogà el balón de media
chalaca…fue un golazo.
Salà de la cancha a celebrar. El gerente estaba frente a un
estadero donde sonaba un picó. El y su señora, los empleados corrieron y me
abrazaron. Allà habÃa tres muchachas que me abrazaron y saltaron conmigo. Ahora
recuerdo que nunca las habÃa visto. Cuando acabó el partido –que ganamos 2x0- nos
quedamos debajo de un árbol de mango celebrando. Las muchachas estaban ahÃ. A
las seis de la tarde se fueron dos de ellas y sólo quedaba una. Era Tibisays. Es
hermosa, bajita, con un cuerpo hermoso, piel blanca, tiene el cabello liso,
largo, brillante que le llega hasta las nalgas. Tiene la cara redonda y los
labios carnudos. No tiene más de veinte años.
Ella no se separó de mà en la celebración. VestÃa una licra
de colores que la hacÃan ver más linda. Bailamos mucho y sabroso. Hablamos
largo, me dijo que acababa de llegar de Venezuela, que me estaba viendo jugar porque
me parezco a un novio que le mataron allá en Caracas. Ya por la noche yo estaba
borracho y la mayorÃa de mis compañeros se habÃan ido a sus casas, porque habÃa
que trabajar el lunes. Ella me dijo que no tenÃa donde quedarse. Le pedà el
favor a Walter, mi compañero de oficios varios, que la tuviera en su casa de Galán
por esa noche. No pude dormir pensando en ella.
Al dÃa siguiente me llamó al celular y la fui a visitar donde
Walter. Salimos a caminar. Esa noche y muchas otras noches me quedé con ella en
una habitación que alquilé, pero ella no se dejaba hacer el amor –sólo nos
besábamos intensamente- me decÃa que estaba conmigo porque yo le gustaba…porque
me parecÃa a su marido asesinado. Entre más la besaba más me enloquecÃa. Me
permitÃa llegar hasta ciertos lÃmites de su cuerpo, luego me frenaba y se ponÃa
a llorar. Ella sólo me complacÃa con sus manos y sus besos. Los problemas con
Ingrid comenzaron enseguida, porque no fui más a visitarla. Yo mismo le dije
que no me importaba más. Ya no me interesaba. Ese bombón de besos calientes me
volvió loco. Dejé de ahorrar con mi novia y metà a Tibisays fija en ese cuartico de Las Palmas. SalÃa corriendo del
trabajo a mimarla. Le dije para llevarla a mi casa y presentarle a mi familia y
me dijo que no, porque ella estaba amenazada de muerte y no querÃa exponerlos.
El gerente Jaime cumplió su promesa y me dio un cheque por
tres millones y medio de pesos para que hiciera el curso de manejo y sacara la
moto nueva. Me ascendió a mensajero. Una
tarde Tibisays y yo salimos a buscar
apartamento y llegamos a La Victoria. Llegamos a casa de la señora Emilia. Ella
acababa de arreglar un apartamento pequeño y me lo alquiló. Un apartamentico
muy lindo. Lo que más duele fue que Tiby me pidió todas nuestras cosas nuevas y
fuimos a una agencia en donde me dieron todo para la casa sólo con mostrar la
cédula. Saqué nevera, dos televisores, lavadora, equipo de sonido, juego de
alcoba, juego de sala y comedor, dos abanicos, mecedores, ropa para ella y
hasta dos cuadros para la sala. La deuda fue de 62 millones de pesos. Un
compadre mÃo de la empresa fue el fiador. Al llegar al apartamento sólo me dio
tiempo para armar el juego de alcoba; ella me dijo que instalaba todo lo demás
mientras yo trabajaba el lunes.
Antes de mudarnos Tiby me dijo que su hermano llegaba de
Caracas y necesitaba comprar una moto porque habÃa conseguido empleo acá. Le
presté la plata que me regaló el gerente. Prometió que me pagaba los tres
millones y medio tan pronto su hermano llegara a Barranquilla. Por aparte, la
empresa me prestó tres millones y yo se los di a ella para que arreglara sus
papeles y ayudara a su mamá y sus dos hermanitos que estaban bajados en La
Playa. Nunca quiso presentármelos.
-No mi amor. No quiero que se entristezca tu sonrisa con la tragedia
de mi familia- me dijo muchas veces, cuando le preguntaba por su familia.
Ese domingo que me mude con ella si hicimos el amor en
nuestro apartamento, sobre nuestro juego de cuarto nuevo. TodavÃa creo que es
un juego que ella se haya ido con todo lo que compré.
-De verdad esa noche me dejó marcado. Hacer el amor con ella
era un deseo que no me dejaba dormir. Lo deseaba, se lo imploraba, se lo pedÃa y ella me quitaba las ganas con
sus besos- recuerda antes de estallar en llanto.
Sammy y su señora madre comenzaron a investigar. Alguien
les dijo que fuera a poner una denuncia
porque el robo era de alta cuantÃa. Llegaron a la PolicÃa y un oficial enorme y
con hablar de desprecio lo escuchó incrédulo, luego tomó al joven por un brazo
y lo condujo hasta la puerta. Señaló a un grupo de jóvenes que hablaban
reunidos debajo de un árbol y le dijo:
-Las victimas del amor burbuja están allá. Haga la cola-
A Sammy la realidad le
explotó en la cara…
Muy buena la historia felicidades nota: ojo con amores rápidos y dejarse llevar por pasiones fÃsicas
ResponderBorrarExcelente Willian, lleva tensión, ganas de saber el final, se describe tanto su sentimiento, que llega a compugir al lector acompañando al personaje.
ResponderBorrarMuy buen relato...pero me hubiese gustado que sammy fuera de mas edad...de todas maneras me gustó mucho...excelente...a uno...espectacular mi amigo...
ResponderBorrar