El Ejército Italiano patrulla las
calles con órdenes severas de confinamiento máximo. La capital industrial,
Lombardía, parece un cementerio.
Por Ivón Huerttoz
*Barranquillera residente en Milán, Italia
*Transcripción y redacción: William
Ahumada Maury
No puede ser que por la misma
ventanita de ocho cristales, por la que percibí –durante 26 años continuos- las
imágenes románticas, creativas y cautivantes de Italia, hoy sólo lleguen
rumores de soledad, desolación y muerte.
En esta misma habitación cálida,
pequeña y atiborrada de historias, enclavada en un tercer piso del edificio
Vittorio, de la vía Paolo Sarpi, en el tradicional Chinatown, en el centro de
vieja Milán, aprendí a amar a la cultura italiana y con ello, la cultura del
mundo.
Es sobrecogedor recordar que, como
buena barranquillera, habituada a la algarabía de mis hermanos y a disfrutar grandes
espacios de los que gozaba en la casona de mis padres en el barrio Simón
Bolívar, aprendiera a convivir en armonía con una cultura que me enseñó a
valorar el fruto del trabajo, a disfrutar el tiempo en soledad, a amar mi
familia a la distancia y a ser más colombiana que nunca.
La Italia de hoy se resiste a
claudicar. La Italia que hoy entra por los cristales de mi ventana, es una
Italia desolada, silenciada, gris, donde se respira un aire pesado. Un aire
aplastado por el terrorífico ruido que arrastra el miedo. El terror que trae
consigo el monstruo de cuerpo invisible, que jadea sin ser escuchado y tiene
ojos de fuego que sólo ven los condenados a muerte. Un monstruo que está a sólo
45 kilómetros de Milán, en la provincia de Lodi, en el poblado de Cologno.
Es el mismo monstruo que hoy tiene a
los italianos confinados, encerrado en un mundo delimitado por el miedo, pero
alimentados por el espíritu de un mundo que los mira luchar contra lo indecible
y salir victoriosos. ¡Italia volverá a cantar ¡
Soy Ivón Ferreira y llegué a Italia
hace 26 años y cuatro meses por una casualidad incomprensible del destino. Tenía
en ese momento tan sólo 17 años y quería conocer a mi padre, a quien sólo referenciaba
por fotografías y las historias nostálgicas
que contaba mi madre. Con algunos ahorros y mucha ayuda de mi familia, viaje a
Milán sin más equipaje que la ilusión por poder abrazar al viejo Bernardino, un
viajero Italiano que dejó huellas con nombres propios, con vida, con ilusiones
y sonrisas propias en una decena de mujeres de Barranquilla.
No fue difícil encontrarlo.
-Ve a Milán, a la vía Paolo Sarpi, del
barrio Chino. Pregunta por Dino, el dueño de las bodegas Preciotto y habla con
él. Es un hombre encantador y cuéntale quien eres. Ese hombre tiene un enorme
corazón y ganas de conocerte - Me dijo mi madre al partir.
Mi intención era conocerlo, compartir
con él esas vacaciones de mitad de año y regresar a terminar mis estudios de
bachillerato en Simón Bolívar, en mi Barranquilla del alma.
El Bernardino enorme, de ojos grises,
sonrisa encantadora y hombros descomunales que describió mi madre, era bien
distinto al que me abrazó frente a las bodegas. Mi padre era –en ese tiempo- un
hombre apacible, delgado y con voz apagada. Tenía una mirada triste por los
golpes que le había dado la vida. El juego, la ansiedad de un hombre andariego
y el incansable afán por ir un paso adelante en la vida, ya le habían pasado
factura. Las bodegas que antes eran su orgullo, ahora tenían otro dueño y el viejo
Dino, era un empleado más que gozaba del mismo aprecio que tenía cuando era su
propietario.
Pero me aceptó. Me abrazó con infinita
ternura. Habló sólo cosas bellas de mi madre y me instaló en este mismo
vividero. Un edificio descomunal, de arquitectura neoclásica, de paredes azules
con mil historias ocultas en los arcos, y cúpulas de generosos espacios
interiores, convertidos ahora en pequeños
apartamentos, para los caminantes del mundo. Aquí convivimos ciudadanos de todo
el planeta.
Mi apartamento maneja una envidiable
panorámica que captura de fondo la vía Paolo Sarpi. Es un hervidero de comercio
que se nutre con el inagotable vigor laboral de las comunidades chinas. Los asiáticos se arremolinan alrededor de
tiendas en las que se desesperan por vender de todo y a cualquier hora. Los
chinos son los dueños de restaurantes, lavanderías, tiendas de ropa, cafeterías
y salas de juego electrónico. Todo de lo que venden es copiado en la China. Algunos italianos, españoles y griegos
sobreviven en la vía Paolo Sarpi –entre las comunidades chinas- con tiendas, un
poco más amplias, y manejan salas de exposición de arte, ropa de marca, restaurantes
de pasta italiana, ventas de calzado, perfumerías y cafeterías con sabores
especializados. Los chinos trajeron la disciplina que le dio a la vía Paolo Sarpi
la capacidad de estar abierta al público las 24 horas del día.
foto tripavisor.co |
Me cautiva la amabilidad y el amor por el trabajo de los chinos. Me encanta la forma de enfrentar las cosas entre ellos mismos, sin afectar el trabajo de los demás. El viejo Dino –mi padre- murió un día agobiado por un ahogo contagiado en un viaje a La India. Allí mi vida cambió. Yo había hecho dos cursos de enfermería y eso me permitió trabajar en dos casas para atender ancianos y comencé una vida de soltera independiente que dista mucho de la imagen que perciben los colombianos de quienes vivimos en Europa. Acá se trabaja duro y parejo y sólo las personas que se desempeñan en actividades no muy usuales –como la prostitución o el narcotráfico- pueden tener una vida de opulencia.
De Paolo Sarpi y su vía peatonal me
subyuga el esfuerzo de todos por hacer inolvidable la estancia de quienes
visitan la zona. Eso parece que lo aprendieran en la primaria y todos se
esmeran por atender a turistas –que por lo general son parejas de enamorados,
comerciantes a granel y empresarios- y dejarles el sello de pronto regreso a
todos.
foto milanoweekend.it |
Me habitué a trabajar duro por el día y a sentarme a contemplar la Milán romántica por las noches y recorrer las calles empedradas los días de descanso. Se me fueron más de dos décadas trabajando como hormiga, conociendo los misterios de un país hecho de fantasía y esperando encontrar ese amor perfumado que suelen encontrar las mujeres soñadoras sólo en las películas. Hasta que una tarde de sol de oro, en el cumpleaños de una amiga ecuatoriana, apareció él.
Es Iván Joseph Huerttoz, nacido en
Roma, un hombre sencillo, de piel canela, mirada apacible y de cuerpo delgado,
como de adolescente. Un romántico empedernido de escaso hablar y mucho decir. Un
artista de mil secretos en sus pinceles que me condujo a conocer –con el
hechizo de su sonrisa- por las ensenadas tranquilas de Giardino Di Villa Reale.
Con Iván aprendí a valorar más los
secretos de la Italia multicultural en donde se puede conocer el mundo en un
recorrido silencioso por los tesoros arquitectónicos de la vieja Lombardía. Nos
casamos en una ceremonia discreta pero colorida en inventivas.
Nos instalamos en este mismo
apartamento, él, su perro y yo, e iniciamos una vida sumergida en el dulce
secreto de las reglas a la italiana. Salimos a trabajar cada uno por su lado,
regresamos al apartamento, dialogamos como niños recién conocidos, hacemos el
amor, dormimos como troncos. Nos despertamos, hacemos el amor y nos despedimos,
soñando con el fin de semana para estar juntos todo un día haciendo juego de
guerras con las regaderas del balcón.
Así –como dice la canción de Rubén
Blades- transcurría nuestra vida en este cuartico, hasta que apareció el terror
con el cuerpo invisible de la peste. Primero llegó como el rumor de una
tragedia que azotaba a la China. La percibimos como una amenaza lejana; más
tarde con la advertencia de que ya estaba en Italia…y luego, con la incertidumbre
de tener que cambiar de fondo nuestras vidas; y aun así exponernos a ser víctimas
del Covid 19, porque está aquí, por nuestras calles causando
devastación.
Acá en la Vía Paolo Sarpi, fueron los
mismos propietarios quienes decidieron escuchar los mandatos de los
telenoticieros y –de común acuerdo- cerraron un día cualquiera sus negocios.
Después llegó la orden de confinamiento total y todos quedamos –encerrados- y a
merced del bombardeo permanente de noticias escalofriantes.
De este modo, convertimos nuestra
ventana en la única forma de comunicación con el mundo. Cuando Milán se
silenció, inició otro suplicio. Había tantas noticias que sólo terminaron
informando sobre el conteo interminable de muertos. Sin decir nombres, nos advertían
que muchos eran seres conocidos; artistas,
deportistas, escritores, directores de cine, dirigentes gremiales. El ulular
permanente de ambulancias que entraban y salían a toda prisa nos crispa los
nervios. A nuestro edificio entró más de una vez la ambulancia siniestra.
Entró, con sus luces verdes y rojas estrellándose contra las paredes y
salió…trasportando a alguien cercano a nosotros. ¿Cuándo seremos nosotros? Me
preguntó ayer Iván.
Ahora, en la madrugada de hoy nos
sobresalta el trote ríspido, de pisadas secas y jadeantes al marchar, de un
pelotón del Ejército. Pasan en fila solemne por debajo de nuestro balcón. Con
un megáfono advierten que nadie puede estar en la calle hasta nueva orden.
Entonces imagino a mi Barranquilla del
alma. Con sus jóvenes intrépidos enfrentando un fenómeno que no te advierte,
pero que te atrapa, si no lo valoras.
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