El asalto a la agencia prendario del
Banco Popular
Por William
Ahumada Maury
El sargento
Cohen quedó petrificado sobre la playa. No lo podía creer. Se aferró al brazo
de su esposa, como buscando apoyo.
Allí, frente
a él -sin el menor recato- un sujeto desconocido y de estatura descomunal se
pavoneaba, luciendo en su pecho una pesada cadena de oro con incrustaciones de
esmeraldas que su abuelo –el querido viejo Teo- le había dejado como herencia.
El tipo –evidentemente- atrapaba las miradas de los bañistas porque lucía sin
temores la escandalosa prenda de oro.
Lo racional
indicaba que una prenda de ese valor no podía ser expuesta al público sin las
debidas medidas de seguridad. Sobre todo en la Barranquilla de entonces, donde
los asaltos callejeros eran el pan de cada día.
El militar
indignado era Luis Santiago Cohen, sargento de infantería de Marina, nacido en
Cartagena y asignado a la Segunda Brigada de Barranquilla. Ana Cecilia, su
mujer, trataba de contenerlo, pero el
experimentado militar temblaba de la ira y se mordía los labios. Estaba
a punto de estallar. Cohen se acercó al hombre para detallarlo. Lo rodeó varias
veces mirándolo en detalle y notó que el sujeto estaba armado. Dentro de una
mochila que le colgaba de un hombro y descansaba sobre el pecho se apreciaba
una pistola, posiblemente nueve milímetros. Entonces decidió salir de dudas.
-¡Esa es mi
cadena Anita. Tengo que mirarla porque está marcada en la parte de atrás del
crucifijo con mis iniciales!- le dijo a su mujer con el rostro descompuesto.
-Ese tipo,
con aires de matón, con cuerpo de luchador, estaba paseando la herencia que me
dejó mi abuelo. Tenía la camisa abierta, estaba en pantaloneta de colorines, gafas oscuras,
chancletas playeras y una mochila al hombro - declaró poco después frente a un
juez.
Era domingo
y faltaba muy poco para las cinco de la tarde. El sargento Cohen estaba con su
esposa y dos de sus hijos menores en la playa disfrutando de unas cortas
vacaciones. El petulante desconocido, estaba con una mujer de curvas
espectaculares y de mirada ausente. El sujeto tenía el caminar sobrador de un
buscapleitos empedernido.
-¡Pero ve y
llama a la Policía- Le sugirió ella en tono nervioso.
-No. Yo soy militar.
Voy a llamar a mi gente. ¡Espérame aquí. No lo pierdas de vista y cuida a los
pelaos! - respondió él, y se levantó para ponerse los pantalones.
Rato después
desembarcó en las playas un contingente de diez uniformados del Batallón
Policía Militar Ciudad de Barranquilla. Corrieron encorvados, con sus fusiles
apoyados contra el pecho y en fila, por entre los bañistas. Solicitaban permiso
a gritos y se dirigieron a la silla playera sobre la que descansaba el
enigmático sujeto, al lado de la voluptuosa mujer.
-¡Quieto
amigo. No se mueva. Entrégueme la mochila!- le gritó un joven oficial que le
apuntaba con un fusil a corta distancia.
El individuo
se levantó lentamente con las manos arriba. Se
despojó dela pesada mochila mientras sonreía nervioso.
-¡Tranquilo
mi teniente. Yo soy Policía, estoy con ustedes!- afirmó el hombre.
Los
militares lo tendieron boca-abajo sobre la arena. Lo requisaron y confirmaron -por
su carnet- que se trataba de un Policía. De inmediato lo hicieron caminar por
una “calle de honor” que lo condujo hasta el camión militar. Ya sobre el
vehículo militar el teniente le pidió el favor que le mostrara la cadena. El hombre
se despojó de la pesada joya y se la entregó al oficial.
-¿Esta es su
cadena sargento Cohen?- Preguntó en tono serio el teniente.
El suboficial tomó la joya nervioso volteó el
crucifijo y quedó helado.
-Si mi
teniente. Esta es la cadena que me dejó mi abuelo y que entregué al Banco
Prendario Popular hace nueve meses, al llegar acá a Barranquilla. Está marcada
con mis iniciales. ¡Mire usted! – confirmó con voz firme el suboficial.
Los
militares tomaron la pistola, sustrajeron el cargador e hicieron subir al policía
al camión, junto con su mujer. Rato después,
cuando apenas caía la noche, el policía de civil estaba sentado frente
al comandante de la Segunda Brigada, al norte de Barranquilla.
- ¿De dónde
salió esta cadena agente Delgado?- Preguntó intrigado el general al policía.
Mientras
escuchaba la respuesta del policía el general levantó el teléfono rojo, para
comunicarse con el comandante de la Policía del Atlántico.
Al verse
acorralado, y luego de negociar protección, Delgado se convirtió en informante contra sus propios
compañeros. Relató a su comando un episodio de corrupción vergonzoso que
incluía un asalto a mano armada, ejecutado por la banda de “Toño El Loco”
contra la Agencia Prendaria del Banco
Popular ubicado en el corazón del centro de Barranquilla.
Este asalto,
considerado el golpe de la delincuencia más resonante en toda la historia
criminal de Barranquilla, no sólo por la estrategia utilizada por los
delincuentes, sino por el la magnitud del botín obtenido, hubiese sido perfecto
a no ser por dos pequeños errores cometidos por el mismo jefe de la banda
delictiva…y por la actitud sobradora del policía de civil en la playa.
Pedro Pablo
Castaño Valencia, alias “Toño el Loco”, era un legendario bandido interiorano
que se había afincado en Barranquilla a
principios de los ochenta. Se había granjeado la reputación de ser un bandido
audaz, generoso y a la vez severo al mando de su banda. En los expedientes
judiciales estaba reseñado como autor de golpes a entidades bancarias,
joyerías, empresas y residencias de familias acaudaladas, elaborados en medio
de planes estratégicos, concienzudos, planificados y ejecutados bajo una
consigna sagrada: “Se debe ejecutar evitando los enfrentamientos…no se debe
enfrentar a la Policía. A ellos se les pechicha, no se les dispara”, sostenía.
La Agencia
Prendaria del Banco Popular fue el blanco escogido por la banda, estaba ubicada
en la esquina de la calle 41 con la carrera 41, del centro de la ciudad.
“La única
forma de robarlo era con un procedimiento de engaño, con un plan sorpresa. A la
brava no podías entrar porque perdías”, comentó el sargento Guillermo Leyton comandante
del GOES, que investigó el caso.
-La orden de
“Toño el Loco” era entrar y salir del banco con cuatro tulas repletas de
prendas de oro sin hacer escandalo…mucho menos hacer un tiro. Este hombre nunca
supo cuánto oro sacó del banco. Muchos años después no se sabía cuánto oro
robaron- relató Leyton.
Para
ejecutar el asalto fueron seleccionados quince de los delincuentes más avezados
del hampa barranquillera. Todo inició con el secuestro del conductor de un
gigantesco camión del área de mantenimiento de redes de las extintas Empresas
Públicas Municipales de Barranquilla, EPM. Eran las siete de la mañana de ese
jueves 30 de julio de 1981.
El conductor
fue secuestrado en su casa del barrio Simón Bolívar. Lo amarraron y lo
obligaron a entrar a la gigantesca caja de herramientas del camión. Varios
miembros del clan se colocaron uniformes
de la EPM y llegaron a las puertas del banco pasadas las nueve de la mañana. Otros
miembros llegaron en varios vehículos.
Allí
vistiendo los uniformes desgastados, fumando nerviosos y simulando que
observaban una alcantarilla destapada frente al banco, sorprendieron a la
gerente, quien llegó acompañada de dos de sus empleadas. El inmenso camión fue
estacionado frente al bando al lado de vallas de desvíos.
Dentro del
banco, cuatro de los delincuentes sacaron rollos de periódicos y comenzaron a
empapelar los vidrios para impedir la visibilidad desde afuera. Uno de ellos
adhirió un papel con el mensaje cerrado en la puerta de vidrio del
establecimiento. Afuera la cuadrilla de falsos empleados de las EPM colocó
señales de desvío para evitar aglomeraciones. De allí –de acuerdo con los datos
de los investigadores- sacaron nueve tulas grandes; siete de oro y dos de plata,
que estaban en depósito en las que -se suponía- era el lugar más seguro de la
ciudad. Los empleados fueron atados, amordazados y encerrados dentro de misma
bóveda. Los delincuentes sacaron las
tulas a bordo de carretillas de madera recubiertas con desechos y las subieron a vehículos particulares en un
patio vecino. El robo sólo fue detectado mucho rato después, cuando la patrulla
de la empresa de vigilantes llegó al banco a realizar la ronda de rutina. No hubo
reacciones, no hubo disparos, pero si hubo una confusión aterradora.
Al medio día
el escándalo estalló. Los radio-noticieros molían una y otra vez los confusos datos
que se tenían sobre el audaz golpe. Los oficiales de la cúpula de la Policía
–heridos en su amor propio se reunieron por horas –en medio de tensas
discusiones y atrapados por el humo de sus cigarrillos- para escuchar los
informes de las patrullas. Los gorilas
del F-2 derribaban las puertas de
las casas de delincuentes reconocidos de la ciudad para buscar pistas. Comenzó la tarde y no se tenían noticias de
asaltantes. La cuantía del robo no se conoció por mucho tiempo pero se calculó
en varios miles de millones de pesos, algo inimaginable para las aspiraciones
de los bandidos de Barranquilla. La prensa presionó a las autoridades por
resultados que no se veían por ningún lado.
Al día
siguiente, en medio del ambiente lúgubre, de pobres luces, de rayos de colores,
humo gris y putas tristes del bar Bulerias, un policía infiltrado, quedó
impresionado con una gruesa cadena de oro que colgaba del cuello de *Rosaura,
una de las mujeres cotizadas del establecimiento. Era un bar inmenso, que se preciaba por tener –entre sus
empleadas- las mujeres más bellas del país. La publicidad radial, grabada por
una mujer de voz orgásmica, decía que todas estaban cargadas de amor y eso
tenía revolucionados a los parroquianos que se amontonaban en los rincones del
establecimiento a dejar allí sus salarios.
El comando
de Policía había ordenado infiltrar hombres en todos los bares del centro, para
ubicar pistas. El comandante de Policía del departamento, estaba contra las cuerdas porque la Dirección
Nacional y el Gobierno mismo exigían
resultados con llamadas repetidas.
Uno de los
oficiales infiltrados en el bar, de
apellido Rocha, era un galán de finos modales que se había granjeado un cupo en
esos bares y tenía una buena red de informantes en el centro de la ciudad.
Rocha llevó a Rosaura a una de las habitaciones y entre promesas de amor
imposibles de cumplir hizo que la bella damisela le rebelara el secreto:
-Esta cadena
me la regaló Toño El Loco. Hizo inteligencia al banco desde acá. Estuvo
encerrado con tres de nosotras desde que hizo ese atraco. Apenas se fue esta
mañana de acá- le confesó la bella meretriz.
Minutos después
el GOES y el F-2 ya estaban pisando los talones de Toño el Loco. El escurridizo
personaje había alquilado –quince días antes- un apartamento en la calle 57 con
la carrera 35 del barrio El Recreo. Allí
fue sorprendido por un comando de la Policía secreta cuando dormía profundamente.
Los investigadores hallaron las tulas repletas con el oro debajo de la cama,
dentro de unas maletas viajeras.
-El botín no
había sido repartido entre la banda por orden del mismo bandido. Él propuso que
no llamaran la atención, pero cometió el error de confiar en una prostituta que
lo hacía delirar en ese bar. Le regaló una cadena de oro y ella lo echó al agua
sin proponérselo- recuerda otro investigador.
Este
descomunal golpe de la Policía revolucionó al F-2. Mientras el cuerpo de asalto
del GOES ponía contra la pared a los bandidos de Rebolo, Las Nieves y Simón
Bolívar, la oficina donde guardaban las tulas estaba siendo asediada por grupos
de detectives que se negaban a ir a dormir hasta conocer en detalle lo
sucedido. Todos sabían que el operativo no había sido reportado al comando y
algo podía pasar con el descomunal botín.
-Fue tanta
la conmoción entre los policías que un teniente salió, arrastró una de las
tulas, la puso frente a la oficina y autorizó a los detectives: “pueden tomar
sólo lo que alcancen a apretar en una de sus manos. No se vale repetir”.
-Los
policías se empujaban entre sí para ocupar los mejores lugares en la fila. Sembraban
con rabia las manos en el promontorio de alhajas y apretaban con fuerza
intentando coger más con un solo intento. Minutos después, la tula estaba vacía
- recordó un investigador del caso.
El agente
Delgado –el sujeto de la playa- fue uno de los hombres que más joyas acaparó en
su gigantesca mano derecha. Ese fin de semana había ido a festejar a la playa
con su amante y consideró normal lucir una de las cadenas de oro que alcanzó a
sacar. Sólo que la suerte no lo acompañó y terminó departiendo al lado del
dueño de la valiosa cadena.
Cuando el
general de la Segunda Brigada informó al comandante de la Policía del Atlántico
el inusual hecho, los hombres del F-2 no le había reportado la recuperación del
botín, pero si la captura de Pedro Pablo Castaño Valencia. El comando logró
proteger la mayor parte del botín. Once policías fueron capturados, despedidos
y judicializados. Cerca de veinte personas fueron detenidas e interrogadas, pero
sólo fueron condenados “Toño el loco” y un funcionario de la Telefónica que
había colaborado inhabilitando la alarma del banco.
Pedro Pablo
Castaño pagó diez años de cárcel. Salió y –meses después- murió en medio de un
tiroteo en el centro de Valledupar. Fue baleado en medio de un asalto a una
joyería.
El Banco
Prendario entabló pleito para recuperar el tesoro enmarañado en medio de la locura
que desató un atraco…casi perfecto.
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