Infierno en el Bus Numero 42 - Notas & Historias del Caribe

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jueves, 30 de enero de 2020

Infierno en el Bus Numero 42


Hace 42 años la violencia convirtió en infierno un viaje por carretera 


Una banda de piratas de tierra asaltó un bus cerca de Pueblo Nuevo y masacró a los pasajeros. Un Policía los enfrentó y murió, pero dejó las pistas para acabar con esta banda.

Por William Ahumada Maury

Con la camioneta aun en movimiento el teniente Roger Caicedo saltó del platón y se deslizó tras unas materas mientras gritaba consignas de protección, motivando a sus hombres a rodear la hermosa casona. Montó su pistola y ordenó a la tropa esperar, a ver que salía de ese procedimiento en la Finca El Plebiscito. 
Eran las cinco de la mañana de ese miércoles 30 de mayo de 1978.
Los perros estaban enloquecidos. Jadeaban con rabia y daban vueltas alrededor de los troncos a los que estaban atados. Veinte hombres de la Policía respondían las órdenes del joven oficial con frases cortas y emotiva abnegación. Estaban agotados, tenían los uniformes untados de barro y empapados en sudor.

Producían un ruido sobrecogedor al pisar con fuerza la tierra aplanada de los  alrededores de la casona mientras montaban sus carabinas. Hacía cinco días ese pelotón no descansaba, y parecía que esa opción no era posible mientras Wencel Pacheco Campo, alias “El Gringo” estuviese en fuga.
Una mujer de edad avanzada, vestida con ropa de dormir de seda importada, salió horrorizada de la casona y corrió por entre una inmensa bandada de patos. 
-Allá está. Se metió al cuarto de mis nietos. Ese hombre está como loco- advirtió la anciana a los policías antes de caer bajo un suboficial que le saltó encima para protegerla.
El teniente verificó con sus ojillos verdes que todos sus hombres estuvieran estratégicamente ubicados y comenzó a intentar comunicarse a gritos con el “gringo”, para motivarlo a que se entregara. Hasta los patos dejaron de graznar para dejar al oficial realizar su trabajo.
El teniente Caicedo no había terminado la primera frase cuando se escuchó un tropel en la parte trasera de la casa. Uno de los policías disparó su carabina y el bandido respondió con su pistola. “El gringo” había saltado por una ventana que da al patio y corría saltando las cercas de madera de unas porquerizas.
Todos los policías salieron de sus trincheras gritando y disparando. La anciana con la bata de dormir se desmayó. Todos los policías corrieron tras el hombre de la camisa azul desabrochada que parecía una exhalación volando a ras de grama por un descampado de la finca ubicada a pocos kilómetros del municipio de Santa  Ana, Magdalena.
Ahora los policías que seguían al peligroso bandido podían verlo. Podían verlo por primera vez en dos semanas. Era ágil, de elevada estatura, trigueño, con corte de cabello ceñido, de cuerpo macizo y estaba descalzo. El horror lo convertía en un peligro andante, porque estaba fuertemente armado…y “el gringo” sabía para qué estaba hecha su pistola 45. 

Intentó ganar toda la distancia que pudo hasta que llegó a un inmenso árbol de mango que se levantaba solitario en un playón cubierto de fina grama a 150 metros de la casona. Se subió por una robusta arqueta que partía el tronco principal en dos, y se ocultó entre unos gajos colgantes de mangos. Jadeaba, como una fiera acorralada. Los policías rodearon el árbol a prudente distancia se tiraron sobre el césped recientemente podado, apuntando con sus carabinas hacía lo alto del árbol.
Los uniformados apenas se parapetaban bajo el sol naciente cuando fueron alertados por un movimiento brusco entre las ramas del mango. Fue  como una corta lucha íntima entre el espeso follaje del milenario árbol.  Luego todo quedó en silencio. La tropa se acercó al árbol para ser testigos de un horroroso espectáculo: Wencel Antonio Pacheco Campo, alías “el gringo”, de 29 años de edad, uno de los autores de la masacre del bus número 42, pataleaba colgado a once metros de la tierra. Prefirió ahorcarse, colgándose con su camisa antes de caer en manos del teniente Caicedo, el oficial que le había respirado en la nuca las dos últimas semanas.
El ruido electrónico del radio portátil activado por el teniente Caicedo rompió el instante de silencio de los policías, que miraban perplejos el cuerpo colgado del bandido.
-Mi coronel, buenos días. Dios y Patria…para comunicarle que alias “El Gringo” está muerto. Lo ubicamos acá en la finca El Plebiscito y se suicidó mi coronel. ¡Se ahorcó durante la persecución!- reportó el voluntarioso oficial.
La historia que terminó ese miércoles 30 de mayo marcó el final de  uno de los episodios más horrorosos que ha vivido la Costa Atlántica en toda su historia criminal. Wencel Pacheco, alias “El Gringo”, era el cabecilla de una banda de asaltantes integrado por miembros de su familia. Entre hermanos, primos, cuñados y compadres integraron una banda que era el terror en los campos del Atlántico, el Cesar, la Guajira y el Magdalena.
Estaba en pleno apogeo la bonanza de marimbera y los “ají molío” –así se dio a conocer la organización delictiva en sus incursiones- decidieron no hacer parte de los grupos de campesinos que subían por temporadas a la sierra Nevada de Santa Marta a sembrar marihuana –que se pagaba en fajos de dólares- y tomaron el camino más fácil: ganarse el dinero derramando sangre inocente.
Asaltaban fincas, asaltaban vehículos, violaban a las muchachas y mataban a voluntad. “Cuando hallaban a una muchacha bonita en sus asaltos, se la llevaban a sus guaridas y la sometían por meses. Después que la violaban y la convertían en sus sirvientas…las  mataban”, relató después el oficial Caicedo, ya convertido en coronel de la Policía. 
Era tan aplastante el temor que infundían, que las carreteras de la Costa se paralizaban tan pronto caía la noche. Los hacendados manejaban sus propiedades a distancia. Los saqueos y las masacres eran tema de amplia cobertura en los diarios de la Costa. Esta era tierra de nadie.
Días antes, el martes 16 de mayo Jorge López Buelvas, un agente de la Policía de 26 años de edad, le confesó a su superior que no había podido conciliar el sueño. Estaba asignado a la estación del municipio de Chimichagua, en el Cesar hacía un año y siete meses. Él había acordado que su mujer viajara a Barranquilla a comprar unos útiles académicos que su hijo necesitaba. El chico estudiaba en Manizales, al cuidado de su abuela paterna, y necesitaba urgentemente ponerse al día con sus tareas escolares.
Jorge Eliecer, un hombre blanco, corpulento extremadamente serio y de poco hablar, no podía dormir pensando en el riesgo que iba a correr su esposa por la escandalosa inseguridad en las carreteras. Era un policía abnegado y conocía al dedillo los riesgos que corrían los viajeros…y más si el viaje seria por la noche.
Por eso, solicitó permiso y decidió acompañar a Irma, su mujer, de 24 años. Contaría después Irma que ellos nunca supieron por qué programaron ese viaje por la noche; y el despacho programado para las ocho de la noche salió pasadas las once, de la estación de El Banco, Magdalena. Era el bus número 42 de la Cooperativa de Transportadores del Cesar y La Guajira, Cootracegua; llevaba cupo completo y debía llegar a Barranquilla pasadas las siete de la mañana.
Tan pronto el bus salió de El Banco las luces internas se apagaron y minutos después comenzó el recital de ronquidos, bufidos, silbidos y resoplidos de algunos pasajeros, para quienes –obviamente- el temor por los salteadores de las vías, no les quitaba el sueño. El conductor hablaba animadamente con su joven ayudante mientras escuchaban las tonadas nostálgicas de un vallenato que brotaba del equipo de radio. 
Repentinamente los frenos del bus resoplaron. El vehículo se detuvo en la vía y lo abordaron siete individuos que agradecieron al conductor: “Nos bajamos allí en la Cantinita”, habría dicho uno de ellos.
Esto despertó a Jorge Eliecer quien iba adormitado. Él y su mujer habían escogido las sillas del tercer renglón en la fila de la izquierda. Irma Rojas, dormía profundamente recostada en su pecho del Policía, con la cartera anudada entre sus brazos. Con la frenada ella despertó. “Jorge vio a los tipos sospechosos. Vestían de negro, tenían mochilas y gorras y hablaban con su cantado Guajiro. Les tocó ir de pies porque no había puestos disponibles”, dijo ella mucho después a la prensa.
Poco después el cobrador del bus saltó sonriente de su cubículo y llegó al grupo de desconocidos que recién había abordado el bus. “Les cobró de manera decente los pasajes, porque se suponía que los tipos se bajarían pronto. A los desconocidos no les agrado y se exaltaron y lo abofetearon. Dijeron que ellos no se iban a bajar y pagaban cuando llegaran a “La Cantinita”. Entonces el joven cobrador le pidió al conductor que detuviera el bus porque los tipos tenían que bajarse. Ciertamente el joven sabía que los tipos no eran confiables”, recordó la mujer.
Cuatro de los salteadores –en medio de la discusión- se apartaron un poco del cobrador, sacaron sus armas y comenzaron a dispararle de manera inmisericorde. En medio de la oscuridad del interior del bus, sólo se veían los chispazos de las detonaciones. Todavía el joven cobrador se retorcía agarrado de una de las sillas, adolorido por los impactos, cuando se escucharon otras detonaciones. Uno de los pasajeros, Jorge Eliecer López Buelvas, estaba ahora de pies a pocos metros del grupo de bandidos disparando su arma personal contra ellos. Uno de los delincuentes cayó fulminado cerca al cuerpo del cobrador, pero el resto de bandidos se volvió contra el joven policía y lo rociaron a balazos. Jorge Eliecer se desplomó muerto sobre los brazos de su mujer. Ella también había sido impactada en la cabeza, un hombro y los brazos. Para fortuna de ella, la herida de su cabeza fue superficial, pero ella fingió estar muerta.
El bus se había detenido. En el interior del vehículo el humo de las detonaciones se hizo espeso. El olor a pólvora mezclado con el olor de la sangre y los gritos de los pasajeros arrugaban el alma.
Entonces uno de los asaltantes rodeó el cuello del conductor con su brazo izquierdo, le puso el cañón de su arma con la mano derecha y le ordenó seguir la marcha. Nadie había advertido que ya había tres cadáveres dentro del bus. Era ya casi la medianoche.

El bandolero hizo que el conductor metiera el bus en una trocha kilómetro y medio y allí comenzó otro calvario. Los bandidos ordenaron a los sobrevivientes bajar del bus con las manos en alto. Estaban a siete kilómetros de Pueblo Nuevo. Un hombre septuagenario, con las piernas casi inmovilizadas por la artritis y el miedo, vaciló tembloroso al bajar y fue acribillado por los asaltantes sobre el estribo del bus. Bajó dando tumbos, muerto.
Uno de los delincuentes se quedó en el interior del vehículo rebuscando entre las maletas y los bolsos y gritó a su jefe:
 –Gringo…Gringo, Raúl está muerto. ¡Este tipo que matamos lo mató! -
-“Todos bajan rapidito. Todo el mundo se acuesta boca-abajo hijueputa.- ordenó furioso el “gringo” quien parecía ser el jefe de la banda.
Irma estaba consiente aún bajo el cuerpo de su marido, y escuchó al asaltante preguntar por ella, entonces… se quedó quieta. Afuera los pasajeros eran ultrajados, mientras los tiraban boca-abajo y los despojaban de sus ropas. Entonces se escuchó un grito terrorífico.
-¡…Gringo el tipo que mató a Raúl era Policía, acá tengo su carnet. El tipo venía con la mujer porque tengo la cartera de ella!- se escuchó desde la parte trasera del bus. Entonces estalló el infierno:
-¡Vamos a matar a todas las mujeres hasta que aparezca la hijueputa mujer de este sapo. Todas las mujeres boca-abajo.
- Y remató: -¡Voy a contar hasta tres y comenzamos el balineo!-
Uno de los “piratas de tierra”, bajó con el conductor del bus agarrado por la camisa, lo hizo arrodillar, y sin importarle su llanto, lo mató a tiros. Era un hombre obeso y de sonrisa permanente, que tenía la foto enmarcada de su mujer y sus cuatro hijos sobre el tablero de su bus todo el tiempo.
Las mujeres fueron lanzadas a sobre la hierba y comenzaron a escucharse los disparos. Inesperadamente otro disparo se escuchó  de entre un grupo de personas que estaban tiradas cerca de las ruedas traseras izquierdas del bus. Era Irma, había tomado el arma de su asesinado esposo y disparó al grupo de bandidos. Los delincuentes se escondieron. Ella dijo estar segura de haber impactado a uno de los piratas en la espalda. Llenos de ira los “ají molío” dispararon sin cesar sobre los cuerpos de los pasajeros tendidos en el monte.
Sólo el sonido cercano de la sirena de una ambulancia, puso en fuga a los salteadores. Luego…sólo se escuchaban el llanto de los heridos. Uno de los pasajeros, un joven de quince años, había escapado entre la maleza y llegó a la carretera.
-Hizo señas a la ambulancia antes de caer sin sentido- diría después un agente del F-2 de la Policía.
La ambulancia, perteneciente a la petrolera Antex Oíl Company  entró a la escena y llevó quince personas heridas –en dos viajes- al hospital de Pueblo Nuevo. En los alrededores y dentro del bus, quedaron diez cadáveres. La Policía y el Ejército movilizaron sus aeronaves para evacuar los heridos graves a Barranquilla.
Rato después el coronel Jesús David Duarte Contreras, comandante de la Policía del Magdalena, estrelló su bolígrafo contra el escritorio al escuchar el reporte de sus hombres en la escena de los hechos. Este hombre, había sido comisionado especialmente para enfrentar a las bandas de asaltantes que tenían sitiadas las fincas y las carreteras de la Costa.
-Mi coronel una mujer herida nos dice que un policía que iba de civil murió, pero alcanzó a dar de baja a uno de los bandidos- le informó a su jefe por radio el teniente Caicedo.
-Rápido…que el F-2 haga un perfilamiento del bandido muerto. Necesito ese reporte en una hora- ordenó el oficial.
Y el reporte llegó rápido. El delincuente muerto era Raúl Ribón Rivera, alias “El Chivo”, con antecedentes por piratería, homicidio y porte de armas. Pertenecía a la banda los “ají molío”, una sanguinaria organización que dejaba huellas de sangre y dolor en cada una de sus incursiones armadas. Con la carpeta, las fotografías y los antecedentes de todos los miembros de la banda, se inició la persecución.
Al salir el sol, -el jueves 18 de mayo- miembros del F-2 rodeaban en una camilla del Hospital de El banco a Hernán Jiménez Rivera, alias “el iguano”, de 32 años, el delincuente que había sido herido en la espalda por una de las pasajeras del bus. Este individuo confesó todo. Estaba temeroso de morir.
Después de la masacre los asaltantes llegaban a las fincas y robaban especialmente los caballos, para huir. Uno por uno fueron cayendo en poder de la Policía. Germán Ribón Anaya, hermano de Raúl, el bandido muerto por el policía dentro del bus, se convirtió en informante y reveló detalles de otros treinta muertos de manos de esta banda. Fueron detenidos Wenceslao Pacheco Campo, alias “el chirría”, hermano de “el gringo”, Juan Francisco Cardona Martínez, alias “cachaco”, Hernán Jiménez Rivera, quien llegó herido al hospital de El banco un día después de la masacre y Héctor Cascón Sierra. Permanecía en fuga Wencel Antonia Pacheco Campo, alias “el gringo”, considerado el espíritu sanguinario de la banda.
El comando de Policía del Magdalena envió a lo mejor de sus hombres a esta delicada misión. Doce días después del hecho, sólo permanecía en fuga Wencel Pacheco Campo, alias “el gringo”, un hombre que había recibido adiestramiento militar y sabía cómo sobrevivir en fuga. Pero este sujeto no contó con la tenacidad de los veinte hombres al mando del teniente Roger Caicedo, quien le prometió al coronel Jesús David Duarte que se lo entregaría vivo o muerto.
En esta fatídica noche de mayo de 1978, murieron: Luis Yépez Barros, el conductor del bus número 42, Robinson Pitre, de 21 años, el ayudante, Luis Rincón Reyes, pasajero, Rafael Camilo Baquero, pasajero, Jorge Eliecer López, el héroe de la Policía, Reynaldo Torres Mattos, pasajero, Noris Esther Daza Moreno, Diluvina Fuentes Linares, una mujer que no fue identificada por mucho tiempo y el asaltante Raúl Ribón Rivera.
Y Wencel corrió…corrió como una liebre pero sus fuerzas no le alcanzaron para huir del largo brazo de la ley. Y prometió lo que le había dicho a sus hombres en las parrandas…primero muerto que en manos de la Policía.
Ahora, 42 años después, muchos recuerdan como una pesadilla aquella noche de terror que se vivió en el bus número 42…

3 comentarios:

  1. Excelente relato que te hace recorrer cada instante de la historia. Excelente nota... felicitaciones 🎙🎙

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  2. Muy bonita historia me encanto los felicito bendiciinea



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  3. excelente, el mejor cronista y periodista de crónica roja que he conocido...bien Willy

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